martes, 27 de junio de 2006

Extraño Alemania


Nunca pensé que iba a decir esto alguna vez, y mucho menos en público, a veces se me ocurría una nostalgia parecida, pero nunca lo quise admitir, sin embargo con todo esto del mundial se me ha alborotado la melancolía y hasta me he pillado buscando alguna imagen en el televisor que me devuelva un poco lo que dejé allí.

Es difícil decir algo así, sobretodo en un país como el nuestro donde las posibilidades de salir son tan pocas, donde nos encarcelaron a todos por culpa de unos cuantos, no puedo decir que extraño otro país sin sentirme culpable por los que no han tenido los privilegios que la vida ha tenido a bien en concederme, ahí sí como dice Silvio Rodríguez “que me perdonen los muertos de mi felicidad”.

Pero tampoco puedo callarme, porque sería desleal con lo que vengo sintiendo estos días, con mis afectos, con un año y medio de vida real donde cada minuto era una vida entera, con todo lo que pasó en el transcurso de esa eternidad, y a riesgo de parecer chicanera o esnob, paso a hacer esta declaración.

Extraño Alemania, extraño el Dom, esa catedral inmensa que parece una aparición, un holograma que se va a doblar en cuanto alcemos la mano y la toquemos, extraño estar ahí de noche, sintiendo mucho frío, sintiendo que me ve, y me protege de la hostilidad de la ciudad en que reina. Extraño el Rin, pasar por encima de él para ir donde la Martuchi, y en esos segundos perder de vista al mundo, dejar que el agua se lleve todo; sus orillas en invierno, llenas de árboles muertos en vida, y luego cuando llega la primavera no reconocer el lugar de tanto verde y olor a pez vivo.

Extraño sin palabras para describir de qué se tratan cada uno, las salchichas, el salami, el croissant relleno de nutella, la Nutella, el pan cafecito redondo que sabía ácido, el té verde en las tardes, la mostaza, los pepinos en vinagre, la ciclovía, los viajes fáciles a Paris y Barcelona.

Extraño las clases de alemán, el descanso multicultural de media hora, a mis compañeros turcos, africanos, españoles, argentinos, brasileros, y hasta a la polaca que no me caía bien, a la profe Gabi, que nos hacía escribir obligatoriamente con tres colores diferentes. Extraño el café Sur donde caíamos todos los latinos a tomar café maluco (porque en ese país no existe el buen café) y un omelet delicioso, la sopa de remolacha que hacía mi jefa Bia, la tortilla española de Ana, el pato que la Marta se robó un día del restaurante y preparó nada más para probar a qué sabía, las milanesas de Laura.

Extraño el café y el humor brasilero de Bia mientras Lelé se despertaba, recoger a Marta a la una de la mañana en el restaurante, el té especial para las mujeres que tomaba en la casa de Ana mientras yo arreglaba el mundo al que ella insistía en no verle arreglo, ir en bici hasta el lago con Laura, cantarle Los pollitos y La iguana a Lelé todas las noches, ver a Luca, hablar con Luca, dejar que Luca me despeine y esconda mis zapatos, joderle la vida entera a Stefan, que me quiso tanto, con tan pocas ganas y sin poder evitarlo.

Extraño la amabilidad de los hombres europeos, la belleza de los argentinos, la inteligencia de los africanos. Las mejores vacaciones que he tenido en mi vida, comenzando con Bunbury en el salón de baile La Paloma, esos veinte días en España en familia, con una familia distinta en cada ciudad, con los amigos, pura belleza y pura paz, sentir por una vez que no hay nada más qué pedir.

Extraño profundamente a mis amigas en mi casa, fumando comiendo y durmiendo, recorriendo Latinoamérica con la imaginación, riendo a carcajadas por cualquier pavada, leyendo a Cortázar y Gabo en voz alta, soñando con un mundo mejor, más justo, más divertido, donde como en ese sótano no existieran las fronteras y al final no tuviéramos que separarnos.

Extraño extrañar a Colombia, verla desde afuera con todo su dolor y toda su belleza, tener la certeza de amarla así, escuchar a Carlos Vives con el estómago encogido, las cartas de mis amigos donde dijeron cosas que no habían dicho nunca y que no volverían a repetir, nuestra nostalgia mutua, nuestro amor de lejos.

Esto es lo malo de vivir en otro lugar, se condena uno a la nostalgia eterna, es como ir dejando pedazos de ser por ahí, y decidir sin quererlo que nunca más nos sentiremos completos.

martes, 20 de junio de 2006

La próxima semana cumplo 29 años…

La vejez no es algo que me preocupe, la verdad es que los años además de arrugas traen sabiduría y también callo. Vivir se ha vuelto más fácil, creo de verdad que estoy en la mejor época de mi vida, aun soy muy joven para pensar que se me acaba el tiempo, que dejé de hacer cosas, que debería arrepentirme de unas cuantas, pero tampoco tengo los 19 a los que no me devolvería nunca, no sé si soy la única que no añora su juventud, porque además no es que no la haya disfrutado, todo lo contrario, le exprimí el tuétano, seguí todos los caminos del exceso que me sedujeron (aunque debo admitir que no eran los mismos de los otros jóvenes de mi edad, por lo menos no de los que me rodeaban) pero viví y me morí hasta el hartazgo, ahora simplemente estoy, y trato de ser.

Sin embargo cuando uno va a un concierto de Mozart, quien compuso su primer minuet a los poco más de cinco años, es imposible no asombrarse de la lentitud con la que vamos caminando algunos por la vida… Este pensamiento me da unas vueltas en la cabeza, y alcanza a darse una pasada por el estómago antes de alejarse por completo después del concierto. Pero vuelve, haciendo morisquetas de lejos y al principio, y después correteando como loco por todo el cuerpo cuando días después veo un partido de España contra Túnez, y un muchachito de 22 años no sólo está seleccionado el muy campante (lo que para un futbolista significa estar en el paraíso de sus sueños), sino que además es un españolito guapísimo y carismático, con un motiladito de punky que lo hace ver muy bien. El niño Torres apenas acabó de salir de la adolescencia y ya tiene la vida resuelta: sabe qué quiere, tiene el talento para conseguirlo, de hecho ya lo consiguió, no le falta nada y sin embargo todavía tiene esa carita de que lo primero que piensa cuando mete un gol es: mi madre va estar orgullosa.

A los 22 años yo no tenía idea de lo que quería, hacía rato que me lo preguntaba, llevaba cinco años exigiéndome una respuesta, todos los días, mientras estudiaba publicidad y sabía casi con certeza (porque con certeza ni cómo me llamaba) que no iba a ser publicista.

A los 22 años acababa de salir de la universidad, mis días eran un interrogante, un agujero negro en el estómago que se tragaba todo lo que pasara demasiado cerca, pintaba camisetas mientras escuchaba MTV, me iba a hacer deporte con unos amigos, dos horas en la noche, donde al compás de un aeróbico debatíamos y tertuliábamos sobre lo humano y lo divino, la disculpa era la salud, pero en realidad era la belleza, y en el fondo escondida, la buena conversación; luego llegaba a mi casa y leía, recuerdo que leía mucho, todas las noches, hasta las tres de la mañana, los fines de semana trabajaba en un bar en el que me divertí como loca aunque en ese momento no lo supiera, todo eso entre mil maromas cerebrales y acciones desesperadas para encontrar quién era, o por lo menos quién quería ser, a estas alturas mi corazón ya no me hablaba, sólo se quejaba, y yo le respondía con un grito que me dijera de una vez por todas qué esperaba de mí.

Por mucho tiempo creí que había sido sólo yo, pero ahora que me he encontrado con mucha gente joven, sé con seguridad que es la edad, la angustia existencial es a un joven lo que el Edipo es a un niño, inevitable, hay que pasar por ello, y es mejor agotarlo para que no nos deje traumas que el siquiatra tenga que arreglar. La última vez que un pelado de 22 años me dijo casi llorando que no podía con la vida, que necesitaba encontrarle un sentido porque su ser no iba a soportar mucho más sin saber qué era eso de la felicidad, no pude más que sentir lástima, porque sabía que no había nada que yo pudiera decir o hacer para saciar al agujero negro, excepto tal vez, pedirle paciencia, asegurarle que la vida tiende a mejorar, a acomodarse, que lo único que no hay que hacer, es renunciar a la pregunta, a la búsqueda, porque aunque no se lo dije, ese es el sentido de la vida: “Bienaventurados los que buscan aunque mueran creyendo que no han encontrado”.

Por eso no me imagino lo difícil que debe ser para el niño Torres la vida, todavía está en esos años donde uno siente que cada vez que respira se traga el mundo, y eso más que placer le causa dolor, no desearía estar en esa montaña rusa donde uno es literalmente una herida abierta caminando, sin saber para dónde, pero sobretodo sin saber porqué, mientras se supone que uno lo tiene todo; no me imagino cual será su angustia después de un partido, cuando está solo, sintiendo que ni dos goles en un mundial se han escapado del agujero negro.

Cada vez que lo pienso me alegro profundamente de mis próximos 29, todavía la búsqueda no ha terminado, sigue más ardiente que nunca, pero ya no duele, y cuando duele, también me la sollo, como me hubiera gustado sollarme esos días maravillosos en que pintaba camisetas de el Rey León y Frida Kalho, me sabía todos los videos de MTV, y me leí a Borges y Miller completitos.

martes, 13 de junio de 2006

MANOS QUE CURAN

Hace quince días estaba en una de esas semanas horribles que nadie quiere vivir, en las que el cuero ya no da para más, ni siquiera para ver que el cielo es solidario con nosotros y se ha puesto gris, le echamos la culpa a las circunstancias y ésas, se supone, son transitorias, cosa que nos deja sin consuelo posible, hasta que no se acabe la velocidad de afuera el hueco en el pecho no va a desaparecer. Estaban las cosas así, sin parar, subiendo y bajando las lomas de esta ciudad, en una carrera contra el tiempo y el espacio que se miran a sí mismos y empiezan a llenarse con lo que tienen a la mano, que casi siempre es un montón de nuevas preguntas.

De pronto, en medio de la avalancha de acontecimientos (casi todos sin importancia, acciones de rutina con muy poca sustancia) me encuentro en el salón de clase de un colegio para sordomudos, mucha juventud y mucho silencio, primera contradicción que empieza a sacudirme un poco, luego vienen a ponerme un nombre, porque Ana Lucía no es más que un puñado de letras sin sentido para los que no pueden oír su sonido, el ritual dice que me debo identificar por una seña que nadie más tenga, empiezan las propuestas en un escándalo de manos moviéndose que yo no entiendo y que la profesora oyente traduce para mí, la seña del conejo me gustó, pero no fue aprobada porque un chico del colegio perteneciente al grupo vecino ya se llamaba así, entonces alguien hace una seña, la profesora llama la atención sobre ella: el dedo índice va hacia el ojo y hace un gesto para hacerlo rasgado, luego la mano completa se acerca al cabello y recorre una melena lisa e invisible que llega a los hombros.

Y ese gesto que desde ahora me define, me aterriza completamente, mi mente se enfoca y deja de pensar con una de sus mitades en las mil y una cosas que tiene que hacer después, o que hizo antes, que no va alcanzar a hacer, y estoy ahí, mirando a unos chicos tan normales como cualquiera, larguiruchos adolescentes que tratan de responder a la tarea de español, hacemos un par de actividades juntos, no sé si sólo es mi impresión pero son más organizados, quizás un poco más disciplinados, en pocos minutos me ablandan, me conmueven , me pregunto de qué me quejo, hay un silencio por respuesta, el corazón se me acaba de encoger, miro el reloj, tengo que irme ya, adónde, no sé, tal vez es la costumbre de estar corriendo de un lado para otro, me levanto, le digo a la profe, ella le traduce a sus alumnos, yo ya estoy casi en la puerta, oigo palabras solitarias que repiten lo que yo digo: se va porque tiene que trabajar, yo estoy mirando a todos y a nadie, entonces sucede, mis ojos se van hacia Cristian, está en un esquina, está hablando con las manos, y antes de que la profesora me traduzca en palabras que yo pueda comprender, yo sé lo que me está diciendo, el movimiento de sus manos es suave, la expresión de sus ojos completamente elocuente, yo siento como toda la angustia que me aprieta el pecho se espanta como una mosca que alguien aparta con la mano, se va al piso, desaparece, y queda esa sensación que sólo puedo describir con una palabra, la que llega a mis oídos como traducción de lo que Cristian dice: tranquila.