domingo, 29 de octubre de 2006

Imprescindible


¿Qué sería del mundo sin cada uno de nosotros?, la muerte nos trae la respuesta muy tarde, el negocio nos arrebata la posibilidad de demostrar nuestra mejor sospecha, los presupuestos justifican el cualquiera lo puede hacer, la oferta es más grande que la demanda, hasta en el amor, que al final se muere y nos deja a todos, oferentes y demandantes sin el pan y sin el queso. La vida tiene que seguir se lleva nuestra melancolía y con ella el último de nuestros suspiros, entonces sí sigue, pero no la vida, sino la carrera inútil contra el olvido, nos acostumbramos tanto a nuestra propia brevedad que olvidamos que los demás nos necesitan, despachamos a la solidaridad en nombre de la productividad y las ganancias (en la bolsa y en el ego) sólo dejan pérdidas en el espíritu.

Yo quiero como Manu Chao pararme frente a una multitud y cantar gritando que si tengo que escoger entre tú y ese cielo, yo me quedo contigo… quiero sentir que cuando te vayás, cuando se caiga la última piedra de lo que construiste, cuando se derrame la última lágrima por tu ausencia, algo se derrumbe adentro mío, porque tus errores no los cometerá nadie más, porque nadie más contiene la vida como vos, porque sólo tus ojos me miran así, porque nadie, aunque las mujeres paran todos los hijos, podrá reemplazarte.

El encuentro

Dos puntos que se atraen no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito.

Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en zig zag. Pero una vez en la meta corrigen la desviación y se acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al punto de partida por un efecto de culata. Demasiado proyectiles, su camino al revés los incrusta de nuevo, repasando el cañón, en un cartucho sin pólvora.

De vez en cuando, una pareja se separa de esta regla invariable. Su propósito es francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente, optan por el laberinto. No pueden vivir separados. Ésta es su única certeza, y van a perderla buscándose. Cuando uno de ellos comete un error y provoca el encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar.

Juan José Arreola

lunes, 16 de octubre de 2006

Recuerdos devueltos

La vida que siempre es tan generosa conmigo y sólo me envía ángeles, me trajo por estos días un par de artistas que sin pretensiones y sin mucho tiempo para dedicarnos mutuamente, me regalaron un par de cosas que les agradezco con la parte de mí que se conmovió por ellos, que obviamente va más allá de su obra. Me los encontré para recordar cosas que había olvidado, desde un par de palabras que no escuchaba hace años y que me traen el calor de un hogar perdido ya, hasta un recuerdo lejano de un horizonte que con tanta urbanización emocional había dejado de ver.

Laura es pintora, y por ahora está dedicada a dibujar (en las paredes si es posible) a unos hombres que parecen chicos y se tocan el “pito” todo el tiempo, como dice ella. Es una obra de caricatura, llena de color y ternura; a ella le encanta ese efecto que causa en la gente que la ve: una sonrisa inevitable se nos viene (por lo menos a las mujeres) cuando vemos a un chico con barba, comiendo helado, saltando y exhibiendo su pene al aire el muy bandido. Pero no se imaginen nada grotesco, todo lo contrario, Laura tiene el talento de hacerlo divertido… y ahí fue donde empecé a recordar… hubo un tiempo, muy corto, cuando me estaba buscando, que me encontré con el lado masculino más amable que tienen los hombres, y los pude ver como me hubiera gustado poder verlos siempre, como chicos que casi siempre confunden la felicidad con el placer y que la torpeza de su amor nos hace reír a las carcajadas y nos conmueve hasta las lágrimas; como ese cable a tierra, que nos devuelve la realidad como un juego fácil de jugar.

Laura me recordó que la relación con los hombres no siempre fue ese tire y afloje medio histérico en que nos sumimos muchas mujeres de mi generación, esa relación de tensión y de poder, una competencia donde el que gana es el que adivina primero la intención del otro y pone el pie justo en el lugar preciso para hacerle al otro una zancadilla espectacular que lo deje inhábil para salirse del meollo que llamamos relación. Por mi parte yo nunca entendí cuál era la intención del otro y cuando creía que había adivinado, ponía la zancadilla en el lugar equivocado, consiguiendo a lo sumo, darme de bruces contra el mundo; me acostumbré tanto a que mi torpeza no tuviera límites que dejó finalmente de dolerme, y empecé a reírme, con la resignación del que olvida que tiene algo qué perder… por eso cuando empecé a ver las pinturas de Laura, recordé que es preciso volver a encontrar ese hombre inocente con el que la relación se basa exclusivamente en la diversión, donde al contrario de todo lo demás uno llega a relajarse, a tomarse un tiempo para jugar al juego del amor sin especulaciones, sin objetivos, sin cálculos, nada más por el placer de verlos caer en la suave red de la seducción de la mujer fatal que todas llevamos dentro; y dejarse llevar viéndolo a él dejarse llevar, haciéndose el valiente, sin preguntarse en qué se está metiendo, para disimular su miedo a perder; viendo al chico convertirse en hombre.

No sé cómo le voy a hacer para encontrar eso, pero por lo menos Laura me ayudó a sacudirme la resignación, y me recordó que existe la posibilidad de hallar lo otro… en todo caso, le pido encarecidamente al que tenga pistas de un chico inocente y seguro, vestido de camiseta azul con un estampado de calavera en el pecho, que parece más joven de lo que en realidad es, pero que cuando uno mira sus ojos estos delatan el paso de los años, y hablan de la sabiduría que su boca come helado no puede; que me diga dónde lo puedo encontrar o que por lo menos le avisen que le tengo un par de trucos de magia que le van a gustar.

domingo, 15 de octubre de 2006

Saudade

Dice precisamente un portugués escritor de hace tiempo llamado Queirós, que la melancolía es la hermana menor de la tristeza, la más mimada y feliz, y yo creo que por eso, después del amor, es el sentimiento favorito de nosotros los que amamos con un amor que primero nos mata antes que morirse. Y es que en portugués no existe eso que en español llamamos “hacer falta”, en ese mundo precioso simplemente se siente nostalgia por el que no está presente, dirán algunos que es lo mismo, pero la diferencia sutil abre un abismo infinito de sentimientos. Cuando uno dice que algo le hace falta, está asumiendo de entrada su ausencia, la nostalgia en cambio es un sentimiento que se produce precisamente por no poder separarse de aquello que no está presente; decirle a alguien, como se dice en portugués, que uno siente nostalgia de él, o de ella, es confesarle que nos hemos rendido ante a la realidad de que ni la distancia hace que el amor desaparezca, de que el otro se queda tan ahí aunque esté tan lejos, y no verlo, sentirlo o escucharlo sólo hace que el amor se encierre en un capullo de nostalgia para protegerse de aquello que se supone acaba con todo: el tiempo y la distancia.

Por eso, después de oír a Madre Deus, si que no queda duda de que los portugueses saben de nostalgias más que nadie, el Fado, su ritmo más popular, es una música que con cada nota va un paso más allá (o adentro) de la tristeza pueril, y por eso no queda más remedio que llorar cuando Teresa canta sin moverse, su Suave tristeza, con un vestido largo de velos verdes y rosas rojas, como si fuera la misma voz de la melancolía de un Dios que después de parir al mundo se quedó solo con toda nuestra ausencia… y ahí mismo, recordar que la vida misma se trata en todo caso de ir perdiendo como dijo alguien alguna vez, una mujer seguramente, porque la nostalgia tiene nombre de mujer, sólo una mujer puede cantarla con tanta belleza y sólo quien se haya encontrado con su lado femenino puede entender que hay pocas cosas más emocionantes que cuando alguien, a quien queremos como sólo en la distancia se puede querer, nos sorprende diciendo por el teléfono: tengo saudade de você.

domingo, 1 de octubre de 2006

Para no guardar silencio

Ayer volví a ver Diarios de motocicleta, y además de traerme los recuerdos gratos del viaje por Latinoamérica (que en estos días han estado en mi mente todo el tiempo, ese viaje se me ha cruzado por todas partes. Quién sabe que querrán esos recuerdos de mi) me recordó todo lo que nuestra realidad no ha cambiado. Cuando a Gael García le preguntaron por la película dijo que eso era lo que más le había impactado, casi nada ha cambiado desde los tiempos en que la realidad de este pueblo conmovió tanto al joven Ernesto Guevara como para convencerlo de que había que ganarse la justicia a punta de tiros. La película tiene retazos documentales que encajan perfectamente en el tiempo del que pretende hablar, hace unos 50 años, y las cosas así, mejor que se murió temprano el Che para no tener que envejecer como lo haremos nosotros, viendo a Bono en un concierto en Chicago, oyéndole suplicar a los asistentes que le pidan a su presidente que haga algo para acabar con la pobreza extrema en el mundo, y tener que llorar porque es la batalla de lo obvio, cómo explicar que si matas se muere, que si golpeas duele, que para despertar hay que abrir los ojos, que no se puede vivir sabiendo que un solo hombre muere de hambre en un mundo donde hay comida suficiente para todos, mucho menos 40000 mil niños al año mientras otros 4000 nacen diariamente, como si la piedad fuera sólo para los lobos.

La vida es tan compleja, tan grande habitando algo tan pequeño que quien la contiene a duras penas puede con ella, como para que además los 70 años en promedio le alcancen apenas para aprender a sobrevivir sin morirse de inanición. Quien se inventó eso de que hay que ganarse el pan de cada día, y además con el sudor de la frente, se debe estar pudriendo en el infierno que fue creado el día que se le ocurrió semejante idea, y aquel que nos vea desde afuera debe sorprenderse enormemente de nuestras excentricidades, donde la comida se pudre en los supermercados y se tira a la basura en los restaurantes que quedan a dos calles del lugar donde un niño mendiga pan en un semáforo, al frente de un almacén donde la ropa en los estantes podría abrigar a medio Alaska. Es tan ridículo que es difícil de expresar y mucho más de entender, y que sea tan obvio es lo que nos hace tan patéticos a nosotros. Pero volver a ello es tan inútil como el premio Nobel de la paz, sin embargo, me niego a aceptar el argumento de la complejidad del asunto, eso es más o menos como decir que los pobres quieren ser pobres, que la gente que pide en los semáforos vive mejor que cualquiera de nosotros, que mendigar es un negocio, eso es para los que quieren expiar su culpa a como de lugar, destruyendo la imagen inmunda en el espejo que son los pobres de nuestras ciudades. No, no es tan complejo, es muy fácil, es una cuestión de decidirnos, como cuando decidimos (tarde, muy tarde) que ya no queríamos un Hitller en nuestro mundo, que la esclavitud no era humana, y que el muro de Berlín no debía separarnos más. Como dice Bono: traer la humanidad de vuelta a la tierra debería ser tan fácil como enviar un hombre a la luna.