martes, 12 de enero de 2010

Navidad 2009

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A Miguel, mi sobrino de cinco años (casi seis), no le gusta que Tomás, su hermano mayor, le diga que es un niño. Así terminamos el 2009, por lo menos la parte de la noche de año nuevo que me tocó la suerte de estar con ellos. Una discusión de aquellas entre dos hermanos y una en la mitad, haciendo (sin mucho éxito) de adulto, tratando de que el uno no se enoje por cosa tan simple, y de que el otro preadolescente deje esa manía de poner furioso a su hermano, a estas alturas ya Tomás le está diciendo al chiquito: ¿entonces cómo te tengo qué decir? Y Miguel responde: ¡joven Miguel!, como si eso fuera así de lógico, Tomás me mira, y peleando contra su propio enternecimiento (o empujado por él) y porque heredó un poco del sentido del humor de esta familia, me dice para que Miguel lo oiga también: Míralo, míralo tía y dime que no ves un niño. Migue se le deja ir encima como una fiera, terminan los dos regañados por los padres, estirando trompa y a la casa de la otra abuela.

Pequeños acontecimientos sin importancia (digo yo que no soy la madre, solo la tía) comparados con el gran amor que se tienen esos dos, comparados con lo que son capaces de hacer el uno por el otro, ejemplo: Miguel es un fanático de la navidad, cada año escribe (dibuja) una carta con su pedido al Niño Dios, con quien, a juzgar por los resultados, tiene una rosca que yo, por lo menos, le envidio. Este año hizo temprano la carta y la dejó al pie del árbol, un robot y una pista de carros, no más, según contó después, porque la mamá aconsejó tener prudencia con el Niño, yo me adhiero, de la generosidad de un dios es mejor no aprovecharse.

Pasados un par de días la carta seguía en su lugar, Miguel ansioso preguntó por los motivos de tanta demora, la respuesta era muy simple: Tomás no había hecho la suya, y ni que el Niño Dios fuera bobo para venir dos veces a la misma casa. Dicho esto Miguel no dejó en paz a su hermano hasta que no hizo lo propio con sus pedidos. Puestas las dos cartas, solo era cuestión de esperar, pero el Niño tampoco venía, Miguel empezaba a preocuparse, se le recomendó paciencia, el Niño Dios en estos días tiene mucho trabajo por hacer. Una noche, él, que casi no se separaba del árbol, se descuidó un par de horas y cuando volvió, las cartas habían desaparecido, salió corriendo donde su hermano mayor gritando: las cartas ya no están, se la llevó el Niño Dios, entonces Tomás lo acompaña “incrédulo” a mirar, efectivamente las cartas no están, paciente, escucha las reflexiones del pequeño: raro no haber sentido nada, Tomás se pone alerta frente a esta lógica y armado de amor le contesta: yo estoy seguro de haber escuchado algo, creo que fueron las campanitas del árbol, debió ser el Niño Dios que las movió al pasar para recoger las cartas. Santo remedio. Miguel no duda más y lleno de emoción dice: qué pesar no haber estado ahí para verlo, claro que el Niño Dios no se puede ver porque es invisible, pero por lo menos – suspiró – hubiéramos podido ver las carticas volando…