Hace
un par de meses, esa maravillosa editorial independiente que se llama Tragaluz
lanzó un concurso que, como todo lo demás, invitaba a participar con el mero
nombre; Primera página se llamaba y consistía
en escribir precisamente la primera página (no más de 2.400 caracteres) de un
libro imposible llamado Las cartas que
Bartleby leyó. Bártleby, para los que no sepan, es el personaje de un
cuento de Herman Melville; escrito a principios de siglo, Bartleby el escribiente se convirtió en un texto de culto del que
se dice fue una de las grandes influencias de la narrativa contemporánea.
Oscuro y desconcertante el relato resulta bastante sugerente, lo que hizo del
concurso, con su maravilloso título (para entenderlo mejor, no sólo al título sino esto que escribo, es preciso leer el
texto que se puede descargar aquí), una coquetería imposible de rechazar. Y aunque no hice parte de los cinco textos a publicar, aquí está mi Primera Página.
Querido
Bartleby
Se
sorprenderá de recibir esta carta dirigida a usted en medio del tumulto que a
diario (yo sé) lee antes de tirar a la pira. No es difícil encontrar a alguien
que tiene como oficio ordenar las cartas muertas, sólo hay que escribir una. He
de confesarle que ya alguna vez he escrito una nota a alguien que jamás la
leerá y, en el colmo del abandono, la he enviado a dirección incorrecta, esperando
el milagro de que las manos que la llevan a tan buena muerte, sean tan
delicadas, que aquello que me une con el
destinatario imposible arda también con ella.
No
me creerá si le digo la verdad, pero es mejor que la sepa si quiero que llegue
a comprenderme: acabo de cerrar un libro donde usted es el protagonista. Sí,
amigo (déjeme decirle así, sólo a un amigo se le pueden decir estas cosas), es
usted un personaje. Pero no se aflija ¿quién puede decir que no lo es? Yo muy
bien podría serlo de una historia que usted leyera, y así lo intuyo Bartleby, entre
nosotros hay un muro que hace de espejo, somos la proyección negativa el uno
del otro, miro la pared que tengo al frente mientras escribo y lo veo a usted
del otro lado, de pie mirando una ventana.
Al
contrario de usted yo vivo en un mundo luminoso, la gente toda es tan
brillante, tan competente, llena de ideas, cada cual más formidable, pero no
como las mías, contenidas en párrafos que aquí llaman interminables, sino ideas
tan preciosas como precisas, que en 140 caracteres logran decir todo lo que
quieren. Semejante asepsia la logramos tratando la oscuridad con potentes
reflectores, estallando la luz contra las sombras hasta que las cosas casi
dejan de tener volumen. Por eso, cuando los de aquí lo leen, no pueden dejar de
sentir lástima por usted, pero yo no, Bartleby, lo que yo siento es envidia de
su capacidad de ponerle fin a todas las expectativas que la gente de bien (como
su próximo jefe) tiene sobre usted, debe ser el hombre más libre que haya
conocido, ya quisiera yo su talento para la simplicidad, su facultad para el silencio,
la férrea convicción con que se pierde horas haciendo tareas intrascendentes
porque así lo prefiere. Acaso una de esas veces usted también me vea y me regale
la compasión que merezco, porque solo usted, Bartleby, va a entender si le
confieso que yo quisiera ser como usted, que con total impunidad es lo que en
verdad todos somos: insignificante.
Que
Argentina es Buenos Aires, que los argentinos no son latinos y después de la
dictadura no se dejan tocar de un policía, que allá solo se baila tango, que
Spinetta y Charly son los únicos dioses. Mitos que llegan hasta nuestros oídos
desde el silencio de las postales y el ruido de los turistas y que se derrumban
estrepitosamente al son del baile que cada semana anima ese personaje grande que
es La Mona Jiménez, en esa noche que se llama ir de caravana.
Empecemos
por el principio, una cosa es Buenos Aires y sus porteños, y otra, el resto de
miles de kilómetros de provincia y provincianos que completan la Argentina. Algo
de eso ha llegado a Medellín con los Chalchaleros y Mercedes Sosa. Así como
suena de distinto un tango de una samba, así de distinta es la gente de la capital
a la del resto del país. Cuando uno se acerca a la provincia el país empieza a
explayarse, gigantesco sobre sus reales proporciones, entonces de la tierra
brotan algo más que vacas y uvas y su corazón suena más parecido al zapateo en
rombos de la chacarera y el tiringuistinguis del chamamé litoral, que al bandoneón.
Córdoba
es la ciudad grande de ese mundo de provincia y se ve chiquitica al lado del
gran Buenos Aires. El acento con que allí se habla, reconocible a kilómetros por
el oído humano, tiene un ritmo entrecortado, nada que ver con el suavizado scho con que los porteños dicen yo. Y es
allí donde hace años nació Juan Carlos Jiménez Rufino: La Mona Jiménez.
La
primera vez que la escuché mencionar pensé en la imagen de una señora rubia, después
de un segundo tuve que preguntar y me dijeron que no, que La Mona, la mica le
diríamos aquí, era el padre del cuarteto, esa música bailable de los barrios
populares de Córdoba que ahora hace de las fiestas, de cualquier clase, una fiesta
de verdad.
En
este viaje por fin encuentro a un amigo fan dispuesto a llevarme de Caravana. Es
noche de verano, en todo el día la temperatura no ha bajado de 38 grados. Comemos
tarde y me tomo unos mates mientras espero que vengan a la una de la mañana,
para ir con tiempo suficiente al baile semanal de La Mona. Aunque para mí es de
madrugada la noche apenas comienza.
En
diez minutos llegamos a San Vicente, uno de los barrios más populares de la
ciudad, nada de aretes, ni que tenga valor, me habían dicho todos. Las
advertencias fueron el primer síntoma de que entraba en un país distinto, a
medida que nos acercamos al Club Sargento Cabral esa sensación se acentúa con
cada nueva pinta que nos encontramos: mujeres con mucha producción, como dicen
por aquí, nunca había visto tanto esfuerzo en las argentinas por ponerse
divinas. De verdad estamos llegando a lo que en Latinoamérica se conoce como
baile. Una fila para las mujeres y otra para los hombres, ellos pagan más, las
chicas están tan cómodas con el montón de maquillaje como con el precio de la
boleta. Después de pasar por la taquilla nos encontramos con la Policía: se me
vienen a la mente varios amigos argentinos escandalizados por cuenta de las
requisas a las que fueron sometidos en Medellín. Aquí se supone que no existe
tal cosa, a mí, que estoy acostumbrada, me importa un bledo, pero con la
Policía, como siempre y en cualquier lugar del mundo, lo peor está por llegar.
Cuando
entramos el lugar todavía está medio vacío. Al frente, una tarima bien dispuesta
y en un rincón de la discoteca con pinta de coliseo, el lugar para conseguir un
Fernet con Coca. El otro infaltable de la noche. La tercera bebida nacional, y
yo diría que la primera local, de la que no se puede separar el cuarteto. Ya
viene hacia nosotros el kit imprescindible: una botella de plástico con
suficiente Fernet empacado, un vaso gigante de coca y una bolsita de hielo.
En
la tarima está cantando con su banda un chico de unos 28 años: camisilla nueva
que deja ver unos bien ejercitados brazos, varios tatuajes y bluyín. Es el hijo
de La Mona que abre la noche en con un derroche de entusiasmo de estrella de la
canción que no tiene nada que ver con lo que está pasando abajo. La poca gente
que ha llegado casi ni lo escucha, todos conversamos y preparamos el Fernet,
tomamos varias rondas entre risas y miradas furtivas alrededor, para ir
ubicando a los presentes en una especie de reconocimiento de manada. Por
supuesto nosotros somos de los extraños, nos miran un poco de arriba abajo y el
asunto se zanja devolviendo una mirada cortés pero sin asomo de
condescendencia. Cuando menos pensamos todo se llena, hay más de 1.000
personas, la mayoría entre los 20 y los 30 años, algunos, bastante menores. Al
lado nuestro hay un grupo de chicos que no pasan de los 16, todos hombres, concentrados
en sus charlas, ajenos al atento y prudente estado de cacería que debería
suponer una manada de cachorros en un baile.
Y
ahora sí, a lo que vinimos, después de que el hijo de La Mona termina su show
hay una pausa. Silencio. Aparecen alrededor de 12 músicos en escena, de todas
las generaciones y fachas, el primero es el hijo, que hace de corista, también hay
un guitarrista que debe rondar los 70 años, el pelo visiblemente teñido de rojo
cobre, un rostro cadavérico e inexpresivo, excepto porque parece no tener
ningunas ganas de estar ahí ¿Estará vivo? De un momento a otro uno de los más
jóvenes sale del teclado y toma el micrófono para anunciar lo que viene al
estilo “agüita pa’ mi gente”, todo el mundo grita, alza la voz para ser más
exactos, porque lo que realmente surge, como una exclamación, son las manos
arriba, las manos de todos que repiten frenéticamente un gesto parecido al de
los sordomudos cuando aplauden.
La
Mona sale al escenario. Tiene más de sesenta años, es un tipo chiquito, de
contextura gruesa y fuerte, de pelo negrísimo y rizado que le llega a los
hombros; trae unos pantalones que combinan Fiebre de Sábado en la Noche con
Adidas, celeste Argentina, con letras de tela blanca cosidas sobre el azul que
dicen: La Mona. Saluda personalmente a mucha gente, las manos arriba no paran
de moverse, hacen señas, La Mona les responde y con cada seña que hace con sus
manos menciona en voz alta un barrio de Córdoba, los más jóvenes se suben a los
hombros de alguien para que él los vea, no a ellos, sino al barrio que
representan con una seña. Se bajan cuando él los mira, reconoce la seña, nombra
el barrio con un nombre en señas que él mismo se inventó. La imagen es hermosa
y abrasadora. La temperatura sube por lo menos cinco grados en un par de
minutos.
Empieza
el baile. El cuarteto es una especie de merengue acelerado que obliga al
bailarín a zapatear un poco. Al principio nadie baila y al final de cada pieza
nadie aplaude, eso sí, cada canción es gritada por las mil gargantas,
apasionadamente, y de vuelta, están las señas. La Mona anuncia que las chicas
quieren bailar y pide que les dejen espacio. Junto a nosotros pasa un intento
de “ronda” que consiste en unas 10 o 12 mujeres que bailan cogidas de la mano
mientras abarcan todo el espacio desplazándose en un enorme círculo. En ese
momento se deja venir la policía, nos dicen que nos movamos. Frente a mí, uno
de los chicos, o no se da cuenta o se hace el boludo, y no se mueve a tiempo
para que el policía pase. El cana lo coge de un brazo, lo mira fijamente, se le
acerca hasta empañarle los ojos, y con el bastoncito que lleva en la mano le da
unos golpecitos no tan suaves en la quijada, le repite que se mueva “porque hay
que hacer espacio a la ronda de las chicas”. Al muchacho le da miedo, a mí
también. El policía no está jugando, como le conteste algo le parte la cara, y
él, que acaba de pagar 20 pesos para estar ahí, agacha la cabeza y se mueve del
lugar.
Lo
siguiente que recuerdo es estar metida en la ronda bailando cuarteto como si se
fuera a acabar el mundo, tocan una de Wilfrido Vargas y por fin yo también puedo
cantar. En una pausa la banda sale a descansar y anuncia que volverá en unos
minutos. Nosotros nos vamos. Todo ha estado muy tranquilo pero parece que la
clave es salir antes del final que es donde se arma el quilombo, me lo creo, esto
tampoco es el paraíso; y el Fernet, combinado con el despecho y la ropa
empapada de sudor, no debe ser buen consejero. Es la madrugada, nos vamos a
tomar algo antes de irnos a casa, imposible intentar dormir así no más. Somos
tres mujeres y un hombre, pronto, la conversación deja de ser sobre La Mona y
pasa a ubicarse en el montón de papacitos que había en ese lugar, de ahí en
adelante una charla femenina imposible de repetir.
Antes
de conciliar el sueño me digo: La Mona no tiene nada, ni belleza, ni voz, ni
música, casi ni letras, que dicen muy poco, pero parece que lo dicen como es, porque
lo que se ve en este lugar es a miles de personas cantando como solo se canta
eso que habla de nosotros mejor que nosotros mismos. Eso es el cuarteto, pero
sobre todo, eso es él, no hay nadie que lo reemplace. Los nuevos cuarteteros ni
se atreven a imitarlo, sería ridículo, porque él es el tipo que hace que
existan, el barrio existe porque La Mona lo nombra y le otorga un gesto a
alguien que está cansado de no saber quién es. En el baile La Mona habló de
Cosquín, el festival de música folclórica más importante de Argentina, acaba de
llegar de allí. Hace doce años también lo invitaron y a las tres canciones lo
sacaron a silbidos por el lío que se armó con los fans que lo acompañaron. Creo
que lo que pasó en realidad es que esa música de “negros” no era para ese
escenario casi sagrado. Ahora volvió a terminar lo que empezó ese día. Al final
de su presentación en Cosquín, como aquí, lo aplauden sin remedio y sin
descanso. Parece que los “negros” son, además de cuarteteros, muchos, y se
están haciendo respetar, ellos también son argentinos.
Mi único hermano, el mayor de nosotros dos, no es un tipo de discursos, excepto por algunas consignas filosóficas de entrenador de fútbol —irrepetibles por demás— se podría decir que carece completamente de él. Nunca le he escuchado decir que quiere salvar el mundo, de hecho, si alguien le pregunta dirá que sólo quiere ganar plata para mantener bien a su familia, sin embargo, estudió para ser profe de educación física, y a sus 37 años yo creo que es, sobre todo, un maestro. Me explico: con eso de querer plata dejó el equipo de la B del Medellín para dedicarse a buscar un trabajo bien pago que le alcanzara para comprase una moto grande y algún día una casa y un carro, así que terminó de entrenador de fútbol en un colegio de niños ricos. A mí nunca se me hubiera ocurrido algo así, a casi nadie que yo conozca, pero parado desde ese lugar aparentemente tan superficial, mi hermano hace más por el mundo que la mayoría, se supone que yo tengo más discurso, tengo un ser político desarrollado, leo mucho y todas esas cosas que él no hace, pero cuando voy a ver, mi hermano me lleva años en eso de realmente hacer algo por este mundo: educa seres humanos, y desde su intuición y su saber específico lo hace siempre para bien.
Él, por ejemplo, dice (y yo creo que de verdad lo cree) que uno compite para ganar, nada de eso de que lo importante es participar, pero luego me cuenta que estuvo conversando con una niña de 10 años que es grande para su edad (y seguro, y por lo mismo, un poco torpe) para convencerla de que entre al equipo de basquetbol de su curso, ella acepta y en menos de un año ya no le faltan amigos porque con la ventaja de su talla y un buen entrenamiento de sus habilidades, hace ganar a su equipo, que es lo que él dice que buscaba, pero ojo, lo suyo no es falsa modestia, simplemente, para él, la concepción del deporte como un eje de desarrollo humano es tan obvia que lo que hay que explicar es lo de el vicio de ganar.
Un día, el hijo del rector del colegio estrato 7 donde trabajaba estaba en el descanso corriendo por encima de las jardineras, pisoteando las plantas, mi hermano le pide que se baje de ahí, y el niño le responde: ¿es que usted no sabe quién es mi papá? Mi hermano le contesta: ¿y es que usted no sabe quién es el mío?, cuando nos lo cuenta en casa todos nos largamos a reír, el niño quedó tan desconcertado que dejó de hacer lo que estaba haciendo… el sentido del humor es una característica del amor, sé que mi hermano ama como pocos lo que hace, y lo hace cuidando cada cosa que dice en frente de sus alumnos, de las personas que de alguna manera tiene a su cargo; teniendo en cuenta que la mayoría de estos jóvenes con que trabaja lo único que tienen es plata, hace una labor de incalculable valor, hay padres de adolescentes que cuando ya no saben qué hacer “amenazan” a sus hijos con contarle al entrenador Cárdenas, porque muchas veces ha sido lo único que funciona, porque mi hermano sabe que pocas cosas son tan importantes para el ser humano como la contención, mi hermano es tan grande que es capaz de contener a todos sus alumnos.
Mi hermano tiene dos hijos, como padre joven, le conocí un par de errores que cometió cuando el mayor de ellos estaba pequeño (si es que a eso se le pueden llamar errores, a comparación de lo que se ve en el mundo) y seguramente no será perfecto ni mucho menos (ya se encargarán mis sobrinos de dejarlo bien claro) pero es un padre que ya quisieran haber tenido muchos, mis sobrinos lo consideran uno de sus mejores amigos, y eso que varias veces que se enojan con él, por un descuerdo de esos fundamentales entre padres e hijos que termina con el retoño castigado, les recuerda (y ahí si tiene discurso) que él no está para ser su amigo, que tienen permiso de odiarlo cuanto quieran, que él está para ser papá y ayudarlos a ser buenas personas —y por lo tanto personas felices— y que de eso hablarán dentro de 20 años (literal, me ha tocado escucharlo), y yo lo admiro porque eso requiere valentía, o por lo menos a mí me lo parece, que soy la tía chévere que solo quiere que la quieran. También porque es un padre razonable, amoroso, con criterio y autoridad moral suficientes.
Mi hermano fue mi mejor amigo mucho tiempo (y por eso desde siempre he valorado inmensamente la amistad masculina) y es uno de mis superhéroes favoritos, es casi todo lo que dice Pala, desde “un papá que regala condones”, hasta una “chispa de humanidad”, un hombre que, ahí donde lo ven, le ha cambiado por completo la vida a más de uno, un ser humano fácil que confía en la vida, que por las noches se duerme tan rápido como quien no tiene de qué arrepentirse, que cree que la felicidad está en las cosas básicas, que se ubica en el presente casi tan bien como un maestro zen, un bonachón que enternece con su ingenuidad y su falta de malicia, que ha sido capaz, así, con su aparente precariedad, de hacer feliz durante 17 años a la mujer que ama, en el acto simple de elegirla una y otra vez (incluso a pesar de ella misma) como tan pocos hombres tienen huevos para hacer… después de eso no me queda mucho más qué decir, o si no, que lo digan mis amigas.