domingo, 14 de julio de 2013

Esas cosas que me pasan

Cuando estábamos en la universidad, tuvimos un tiempo, mi amiga desde esas épocas y yo, que nos dio por ir cada dos años al Festival Iberoamericano de Teatro. Nos enamoramos de Bogotá en esos paseos en los que teníamos plata nada más que para caminar y caminar entre una obra callejera y la otra, y para dos funciones en sala que había que escoger con mucho cuidado. Se podrá suponer que esos días sucedían como dentro de Gran Hermano —pero sin cámaras—: podíamos sostener conversaciones de seis horas solo interrumpidas por algunos silencios de abstracción acompañada. Por supuesto, no había tema que no se tocara, ni chisme que no se depurara hasta lograr la elegancia a la que aún hoy aspiramos.

Un día de esos, metidas en Tower Records, mirando discos en uno de sus callejones vacíos, nos dio por hablar del profesor con el que mi amiga coqueteaba, a nuestras anchas lo fuimos dejando como un cuero —igual estábamos a 900 kilómetros del tipo—. En nuestra defensa hay que decir que desde ese entonces, además de poco ético (que muchos profesores universitarios lo hagan no le quita al gesto su dudosa calidad moral), el tipo ya era un cojo emocional de profesión, con lo cual no hacía sino dar papaya. Pues sí que, tras haber probado nuestra inteligencia en los más finos chistes, nos encaminamos hacia el otro callejón. Yo iba detrás, y cuando doblábamos la esquina, lo que antes era la Cordillera Oriental se convirtió en el stand que separaba los discos de los libros. En una milésima de segundo mi amiga ha alcanzado a ver al mismísimo susodicho profesor muy ensimismado viendo algo, justo detrás del lugar donde hacía unos segundos nosotras habíamos dejado al pobre títere sin cabeza. Tuvo él la decencia —todo hay que decirlo— de no levantar la cabeza hasta que nosotras nos escabulléramos, medio atragantadas con una carcajada, alejándonos —esta vez sí— lo más que pudimos.

II
Andaba de niñera en Alemania, por esos días me encontraba por primera vez con las disfuncionalidades de personalidad que desembocarían en el lugar de manicomio que es mi adultez, y por supuesto, desde ya, trataba de conjurarlas a punta de conversaciones con mis hermanas de inmigración. Una de ellas me invitó a una fiesta en un bar para celebrar no me acuerdo qué. Como no conocíamos a casi nadie, nos pudimos dar el lujo de hablar español sin ser demasiado maleducadas, seguro yo ya necesitaba terapia incesante y en alemán era muy difícil.

Después de un rato, la muchacha que nos atendía cambió puesto con un tipo que podía hacer sentir al más sexy modelo de Hugo Boss como el jorobado de Notre Dame, y así lo expresé, en un español acelerado y cerrado por si las dudas algún compañero de mesa tenía alguna noción. De ahí en adelante, cada vez que el mesero se acercaba, a mí se me ocurría una nueva guarrada para describirlo. Casi al final de la noche, mientras pedía la cuenta en alemán y dejaba volar mi imaginación al respecto en español, a mi amiga se le ocurrió la idea de que lo único que me faltaba pasar en aquel desdichado país era que el mesero hablara nuestro idioma, yo me morí de la risa con lo gracioso del chiste, pagué mi parte a Hugo y le agradecí por su atención, él —tal vez un poco demasiado amable— me dijo: “con mucho gusto”, en perfecto castellano.

III
Como en los últimos cuatro años, hace unos meses, me fui un fin de semana a la Feria del Libro de Bogotá. Mi amigo Pedro me había enseñado la que sería —él lo sabía— mi librería favorita de la ciudad. Quise compartir el descubrimiento con todo el mundo y un viernes que no paró nunca de llover, decidimos encontrarnos allí con Juan, uno de mis mejores amigos paisas, el mismo que una prestadora de servicios del sector petrolero se llevó hace dos años a Bogotá y que a falta de más tiempo tuve que educar sobre la ciudad en los pocos días que estuve allá. El futuro cliente llegó a Casa Tomada después que Pedro y yo ya nos habíamos tomado la primera ronda de té. Su emoción por el lugar, aunque predecible, me ayudó a entrar un poco más en calor. Con el ánimo de que sus ojos brillaran un poquito más, le anuncié que la librería tenía atrás un stand completo de los Libros del Zorro Rojo, nuestra editorial favorita. Alguna cosa que no habíamos visto debería estar esperándonos, le dije, y antes de que pudiera  terminar, él ya estaba buscando el dichoso stand. Llegamos hasta la puerta de la sala de literatura infantil y juvenil y tuvimos que parar en seco porque había un taller de ilustración. Me dio un poco de vergüenza tener que pasar por toda la mitad, entre el profesor y los alumnos, para llegar a nuestro objetivo, pero al lado de Juan y Pedro, la vergüenza tiende a extinguirse rápidamente. Para el momento en el que acabé de pensar en esto, mi amigo ya había cruzado la sala en un solo salto de gacela, yo, que tengo las piernas cortas, lo seguí lo más rápido que pude y susurré un par de "perdones" que no sé si alguien quiso escuchar.

Igual, al tomar el primer libro, ya no importó, porque ahí entramos en un mundo que solo nos pertenece a algunos privilegiados que nos gusta ese género maravilloso del que se ha hecho cargo Zorro Rojo. Algo que se podría llamar literatura ilustrada y que me gusta tanto como me gustaría que me gustara todo lo demás (uno se pierde de mucho cuando no le gusta algo, desde la cebolla hasta las personas del mismo sexo, pasando por la poesía o el fútbol), pero nuestro corazón, a pesar de que tiene la capacidad de un parqueadero, no podría soportarlo. Echamos una mirada rápida y nos abalanzamos sobre una copia de El monje y la hija del verdugo,  ilustrada por Santiago Caruso. Y aquí tengo que hacer una precisión.

Caruso es un ilustrador argentino que conocí por otro libro de Zorro Rojo, una versión de La condesa sangrienta, de Pisarnik, ilustrada por él y que tengo por costumbre sobar por lo menos una vez al mes. Santiago —me disculpará él por la confianza— es para mí, además de indispensable —como muchos otros que se dedican a la hermosa labor de ilustrar las palabras—, un ilustrador que, quién sabe cómo y por qué, me hace sentir que alguien me vio por dentro. Tengo una teoría personal de que eso es el arte: la capacidad de que algo te hable de ti mismo de manera tan íntima como para abochornarte; no sé si a ustedes les ha pasado. 

Sigo con la historia. Abro cualquier página de El monje, no puedo evitar mirar a Juan, mostrarle y exclamar: “este tipo tiene huevo”. Estoy completamente segura de que fue coincidencia porque de verdad que lo dije en voz baja, pero en ese momento el profesor de acento extranjero les explica algo a sus alumnos, mientras alza un poco la voz, tanto, como para interrumpir mi placer asombrado. Trato de no hacer caso y ni lo miro, pero pienso —porque mi desvergüenza tampoco llega a tanto como para sentir que mi puro egoísmo es los suficientemente válido como para decirlo en voz alta— ¡que yo estoy haciendo un esfuerzo grande para no interrumpir, que solo hablo bajo porque finalmente no voy a comprar el libro aquí, pero que bien podría este tipo no gritar para no distraerme mientras miro el último trabajo de mi ilustrador favorito que, estoy segura, ya quisiera ser él!.

Salimos de ahí corriendo, Pedro nos esperaba leyendo y con un par de tés que bebimos rápidamente para no llegar tarde al teatro.

Una vez en Medellín, en la sobada de libros del mes, se me ocurre buscar a Caruso en Facebook, le doy “me gusta” a su fan page, me pongo a ver dibujos, y de las primeras cosas que encuentro es una foto en la que está etiquetado junto a una chica colombiana que la publica y en la que aparece al lado del profesor del taller de ilustración al que asistió en abril pasado. Por supuesto identifico el lugar, es Casa Tomada.