lunes, 11 de agosto de 2014

Te pido que me avises

Cuando el Hombre pudo por fin negociar con la parca su hora de la muerte, los gobiernos se preocuparon mucho, estaban acostumbrados a gobernar sobre la vida y, sobre todo, sobre la muerte. Esta nueva realidad daba al traste con la mitad del trabajo hecho en el proceso de civilización. Sin embargo, María se alegró mucho, pero no por la perspectiva de poder vivir hasta que quisiera, como todos los demás, sino porque le parecía que antes, morirse así, dejando un cuerpo atrás, como un cascarón vacío y en general feo, era de muy mal gusto. 

Todo esto lo pensó el día que se levantó sabiendo que ya había sido suficiente. Se tomó una taza de su té favorito y supo qué se sentía hacerlo por última vez, entonces decidió lo mismo para cada momento del resto del buen día que se regaló. Le satisfacía, ante todo, poder irse mientras se sentía feliz, le parecía que hacerlo peleada con la vida sería un poco grosero y muy ordinario. 

Mientras miraba el atardecer desde su balcón que daba a las montañas, sintió un hormigueo en la mano izquierda que le confirmó que la hora había llegado. Terminó la botella de vino que se estaba tomando mientras el cielo se oscurecía y con la última copa en la mano fue a preparar el baño. Entró al agua y sintió un placer sutil cuando comprobó que la temperatura era perfecta. Estuvo mucho rato así, dejando su pensamiento correr libre por su memoria, miró sus dedos arrugados por el agua y recordó el día en que descubrió por qué sucedía aquello. Se convenció de que siempre había valido la pena justo cuando el agua comenzaba a enfriarse, así que cerró la boca y abrió los ojos, se sumergió y vio cómo los bordes de su cuerpo se iban desvaneciendo y dejando en el agua una tinta de color cian, mientras un cosquilleo dulce la recorría toda. Alcanzó a pensar, antes de languidecer, que era más hermoso de lo que se había imaginado. 

***

Cuando llegué supe de inmediato que María ya no estaba, entré al hermoso baño que ella misma había diseñado, con su claraboya que miraba a las estrellas, e invadida por un olor suave a citronela me asomé a la bañera en la que se arremolinaba una tinta de color azul. No pude evitar sonreír, metí la mano y acabé de revolver el agua, cuando las figuras desaparecieron del todo para dejarla de un solo color, tiré de la cadena del tapón y me sorprendí diciendo adiós con la mano. Me pregunto quién hará lo mismo conmigo cuando decida convertirme en árbol.

miércoles, 2 de julio de 2014

Mi historia con Andrés

En ese instante me estaba amarrando los cordones del zapato derecho y en la radio dijeron, entre otras muchas palabras que no recuerdo, "mataron a Andrés Escobar". Yo estaba lejos, en el Cauca, durmiendo en una casa de monjas como voluntaria de un grupo de la Defensa Civil que atendía a los damnificados de la avalancha del río Páez. Era muy temprano en la mañana, nos alistábamos para comenzar a trabajar, una de mis compañeras estaba frente a mí, ambas levantamos la cabeza como jaladas de un tirón y ella me miró con ese miedo que da la certeza de la inminencia del dolor que se cierne sobre los demás, después me diría que había visto cómo el color de mi rostro había desaparecido en un segundo. Lo siguiente que recuerdo es a mi mejor amiga de esa época subir corriendo las escaleras que nos separaban, mirarme y acercarse despacio, tal vez me abrazó. 

Yo tenía 17 años y Andrés era mi amor platónico desde que tenía 12. Jung diría que era mi noción completa de masculinidad resumida en un solo hombre. Practicaba el mismo deporte que mi hermano mayor, de quien aprendí todo sobre el fútbol (de qué se trata, cómo funciona, por qué hay que amarlo), era lo más guapo que se podía ver en una cancha, tenía diez años más que yo y, para colmo, vivía al frente del Colegio donde yo estudiaba.

Después de escuchar la noticia, los recuerdos de ese viaje suceden aparte de esa historia, por más que trato, no puedo juntar las emociones de dos tragedias tan distintas. Cuando volví a Medellín, ya todo había "pasado". Recuerdo que dejé el morral de viaje en la cama y vi sobre el escritorio donde estudiaba un arrume de periódicos. Mis papás habían guardado todo lo que se había publicado de Andrés durante esos días, ellos, tan mayores y tan campesinos antioqueños que no compartían casi nada de mis gustos, ella, mi mamá, que aún dice que le parece horrible la música de los Toreros Verdes y los Enanitos Muertos, me dejó los recortes ahí, sin decir una sola palabra y yo supe que se solidarizaba como nadie con el dolor del primer amor caprichoso de su hija adolescente. 

Como si fuera un altar, dejé ese montoncito de papel sin leer, tal como estaba, durante mucho tiempo, con la esperanza de que así la sensación de tragedia desapareciera, de que Andrés desapareciera en el olvido que nos merecen todos los muertos en este país. Siempre he sabido que en ello había algo de vergüenza, creo que en ese momento no pude comprender por qué me dolía tanto la ausencia de alguien a quien no conocía. Y no atiné a saber qué hacer con él y Andrés se me fue al fondo. Lo único que se me ocurrió y a la desesperada fue pelear con el fútbol, como quien se enoja con un desconocido al que nunca le importó porque nunca se dio cuenta. Desde ese día no he visto un solo partido completo de la liga colombiana, el gusto se me fue para Argentina primero y después para España, un tiempo para Italia. Jamás pagué una boleta para ir a ver fútbol. Y de los colombianos solo seguí a la selección y eso si les iba bien. Sí, incluso ahora, con este equipo que vine a ver en el último partido de las eliminatorias al Mundial, y nada más antecitos de que empezara me empecé a dar cuenta de que estos jugadores no se parecen tanto a nosotros, a esa gente que mata lo que más ama porque prefiere verlo muerto que aceptar que no le ama de vuelta como quisiera, porque lo prefiere muerto que contradiciéndole. 

Ahora creo que lo peor de mi historia fue no haber podido estar aquí, acompañando y dejándome acompañar por los millares de dolientes que dejó Andrés, para poder comprender que tenía derecho a ese dolor, porque Andrés era tan mío como de todos nosotros. Ahora, después de tantos dolores de patria, de tantos amados desconocidos muertos que me han hecho envejecer y comprender, puedo decir, por fin, que Andrés nunca me ha dejado de doler en el alma. 

domingo, 8 de junio de 2014

La cura

Una amiga, twittera famosa –eso digo yo que de Twitter sé poco–  o por lo menos afortunada, acaba de entrar en una nueva categoría de lo que se podría llamar “twitteras pudientes” cuando hace pocos días tuvo un intercambio de twitts con el mismísimo Ministro de Salud. Ella se pregunta qué es lo que ha hecho el mismísimo por la salud de los colombianos, el señor le respondió y al final de un par de mensajes de ida vuelta, él quiso zanjar la situación, digo yo, diciéndole que le podía ayudar con “su caso”. No sé en qué paró la cosa, este país, con sus Zuluagas y sus Nairos, ha ocupado el resto de tiempo libre que me queda después de intentar salvar mi propio mundo cada día. La cosa es que a mí la anécdota me indignó con el Ministro porque me parece que lo que queda en el aire es que uno tiene que tener Twitter, además de suficientes “seguidores”, que le permitan ser lo bastante importante en ese mundo irreal que son las redes, para poder que le paren bolas aquí en el mundo real. Así que tengo que confesar que me hubiera jodido menos que el Ministro se quedara en silencio, menos mal habrá algún funcionario público que se solidarice con Alejandro Gaviria, porque claro, a él le valdrá tres huevos mi indignación, problemas más grandes tiene para lidiar con ellos y eso lo puedo entender.

Y lo puedo entender porque sé que hay algo mucho más malvado en ese sistema que nos hemos inventado para privatizar el bien común que antaño era la medicina y que en términos prácticos significaba la posibilidad de curarse de una enfermedad. En ese volverlo un negocio hemos perdido mucho más de lo que hemos ganado. Yo quiero hablar aquí de lo que para mí ha sido la peor pérdida de todas.

Le sobran argumentos a la medicina occidental –la dueña del negocio a través de las farmacéuticas– para proscribir la medicina tradicional y alternativa, pero su argumento más poderoso, con el que pretende zanjar el asunto como el señor Ministro, es que esa otra medicina no cura, como si la occidental sí lo hiciera, o lo hiciera aunque fuera un poco mejor. Pero la verdad es que no, que lo hace peor que todas las demás, y no hablo de la negligencia de la que quiere hablar mi amiga en Twitter.

Después de tres años padeciendo una enfermedad crónica, hace unos días me encontré por fin con lo que vengo temiendo hace la mitad de esos años: un doctor que viene y me receta Roacután. 

Para los que no sepan, este medicamento se hizo conocido en Colombia porque es el antagonista más taimado de la tragedia que escribiera hace poco más de un año Piedad Bonnett, sobre hechos reales ocurridos a su hijo Daniel en el cual especula que el Roacután, un medicamento para curar el acné, ayudó a disparar la enfermedad mental que lo llevó al suicidio. Por supuesto nada está comprobado. Después de leer el libro, googleé al Roacután, en ese momento –lo recuerdo muy bien–, además de una columna donde Piedad Bonnett habla directamente de la droga y algunas referencias a su libro, encontré varios blogs y foros donde la gente contaba experiencias parecidas de contraindicaciones y efectos secundarios que provocaba el medicamento y que iban desde una resequedad completa y crónica de todas las mucosas, con efectos devastadores en el cuerpo y la calidad de vida, hasta síntomas de depresión severa e intentos de suicidio. Toda una historia de terror. 

Hace una semana, en la última estación de mi periplo –lo llamo así por pretenciosa, ha sido más bien una búsqueda desordenada– por encontrar un remedio, fui donde un médico general muy recomendado por una amiga, para consultarlo por otra cosa mucho menos preocupante, pero al ver su experticia y amabilidad decidí hablarle de mi acné fuera de tiempo. Él, con mucha claridad, me expuso varias razones por las que se podía dar este problema, me explicó asociaciones que se podían hacer y al final me dijo que me iba a mandar un medicamento que era completamente efectivo y me recetó Roacután en una dosis muy baja porque mi problema no parecía tan grave. Me habló de las maravillas del medicamento pero me advirtió que era un poco tóxico por lo que no debería quedar embarazada mientras lo consumiera, ya que el “producto” podía sufrir daños. 

Yo esperé todo el tiempo que me hablara de las demás contraindicaciones, me quedé mirándolo y esperando que me dijera algo sobre la depresión, o por lo menos de la resequedad, pero no. Eso sí, muy amablemente me pidió que le firmara la historia clínica donde decía que yo había recibido “toda la información” necesaria sobre el medicamento. 

Después de tres años preguntándome cómo es posible que el hombre haya sido capaz de llegar a la Luna, inventarse el televisor, seguir siendo capaz de esas cosas y de otras aún más difíciles como hacer de la venganza una política pública, no puedo comprender cómo no es capaz de encontrar algo  efectivo para contrarrestar un problema de acné, y no puedo evitar pensar que tiene que ver con la rentabilidad del negocio (la caja de Roacután vale $200.000). Además, si el Ministro parece no poder hacer mucho con la negligencia ramplona de las prestadoras de salud, qué podemos esperar que haga con la ética de un médico que prescribe, así como así, algo que puede afectar sin vuelta atrás la vida de una persona. Sobre todo cuando en internet ya hay que rebuscar mucho para encontrar algún blog que hable del padecimiento de la resequedad, porque de la depresión solo queda la columna de Piedad. En cambio, de primero está un video de un programa casero de Youtube de una española que dedica más de veinte minutos a hablar de lo fantástico que es el Roacután, y la gente a preguntarle cómo se puede conseguir. 

sábado, 24 de mayo de 2014

Voto en blanco

Porque mis convicciones más profundas no me permiten otra cosa; porque esta vez no voy a votar en contra -ya lo hice muchas veces y la última supe que había cometido un gran error no más escuchar el discurso del candidato electo-, porque es la única opción que me deja mi conciencia, porque votar a conciencia es hoy, más que nunca, hacer lo correcto, y en estos tiempos hacer lo correcto es darle algo de pelea al cinismo que nos tiene sin alma.

Voto en blanco porque no puedo votar por Clara López, con quien difiero frente a opiniones que nos definen tanto como la despenalización del aborto y la eutanasia; una mujer liberal que está en contra es, para mí, sospechosa. No voto por ella porque hace parte de un partido (y sí, creo que los partidos aún dicen mucho de los políticos colombianos) que ni en su expresión más inteligente ha demostrado la capacidad para administrar un país. Y porque he oído de sus simpatizantes las más panfletarias respuestas a nuestros problemas.

Voto en blanco porque no voy a votar por Peñalosa. Sin ponernos a hablar de delitos que no se le han comprobado -pero que yo creo que cometió- está visto que en realidad cree que no todos somos iguales, "trabajé como obrero raso en una construcción, tan raso que era el único no negro de la obra" dijo una vez; no creo que alguien que diga semejante cosa en voz alta y en público esté capacitado para gobernar un país que es uno de los más desiguales del planeta. Es un tipo con pocas propuestas sociales que quiere quedar bien con todo el mundo. Nada que me represente menos. Y pocos seres humanos menos capacitados para gobernar con justicia que aquellos que apuntan a decir lo que el otro quiere escuchar.

Voto en blanco porque no puedo votar por Santos, un señor que era uribista, que lo fue hasta hace nada. Y, en mi opinión, Uribe es demasiado en sí mismo, pero por lo menos está convencido de lo suyo a partir de lo que le dicta su monstruo interior; sin embargo, verlo desde afuera y declararse seguidor convierte a cualquier persona con un dedo de poder en la frente en una amenaza pública (lo mismo va para Peñalosa, que también es uribista solo cuando le conviene. No hablemos de Oscar Iván). Tampoco puedo votar por alguien que es responsable -aunque sea por una omisión del tamaño de un elefante-, de la tragedia nacional que son los falsos positivos.

Voto en blanco porque no puedo votar por Marta Lucía Ramírez. Yo no sé si la han visto tan poco como yo, pero de ese poquito solo me queda esta sensación: pobrecita, no sabe dónde está parada, lo que sabe, lo sabe por RCN y la W. Pero dejando ese argumento, la doctora Ramírez salió elegida como candidata de su partido en unas elecciones que fueron lo que se dice una porquería de corrupción de lo más rastrero.

Y  de ninguna manera voy a votar por Oscar Iván Zuluaga. Nada más de verle la cara uno sabe que algo muy malo va a pasar cuando sea presidente. Por supuesto, eso no es lo peor, lo peor es lo que todos sabemos, lo peor es lo que revela el video, lo peor de todo es lo que revela la respuesta del candidato cuando se le preguntó por el video, y no digo más porque pa’ qué.


Por eso voy a votar en blanco y no será -como dijo Héctor Abad en su pasada columna- por nosotros los que votaremos en blanco que este país quede a merced de la derecha, no señor. Muy posiblemente Iván Zuluaga ganará, y con él la ultra derecha gobernará a Colombia por otros ocho largos años, pero no será por nuestros votos en blanco, será porque desde Punta Gallinas, hasta Leticia, y como los noticieros no se han cansado de mostrarnos estas últimas semanas, este país se lo merece.