miércoles, 2 de julio de 2014

Mi historia con Andrés

En ese instante me estaba amarrando los cordones del zapato derecho y en la radio dijeron, entre otras muchas palabras que no recuerdo, "mataron a Andrés Escobar". Yo estaba lejos, en el Cauca, durmiendo en una casa de monjas como voluntaria de un grupo de la Defensa Civil que atendía a los damnificados de la avalancha del río Páez. Era muy temprano en la mañana, nos alistábamos para comenzar a trabajar, una de mis compañeras estaba frente a mí, ambas levantamos la cabeza como jaladas de un tirón y ella me miró con ese miedo que da la certeza de la inminencia del dolor que se cierne sobre los demás, después me diría que había visto cómo el color de mi rostro había desaparecido en un segundo. Lo siguiente que recuerdo es a mi mejor amiga de esa época subir corriendo las escaleras que nos separaban, mirarme y acercarse despacio, tal vez me abrazó. 

Yo tenía 17 años y Andrés era mi amor platónico desde que tenía 12. Jung diría que era mi noción completa de masculinidad resumida en un solo hombre. Practicaba el mismo deporte que mi hermano mayor, de quien aprendí todo sobre el fútbol (de qué se trata, cómo funciona, por qué hay que amarlo), era lo más guapo que se podía ver en una cancha, tenía diez años más que yo y, para colmo, vivía al frente del Colegio donde yo estudiaba.

Después de escuchar la noticia, los recuerdos de ese viaje suceden aparte de esa historia, por más que trato, no puedo juntar las emociones de dos tragedias tan distintas. Cuando volví a Medellín, ya todo había "pasado". Recuerdo que dejé el morral de viaje en la cama y vi sobre el escritorio donde estudiaba un arrume de periódicos. Mis papás habían guardado todo lo que se había publicado de Andrés durante esos días, ellos, tan mayores y tan campesinos antioqueños que no compartían casi nada de mis gustos, ella, mi mamá, que aún dice que le parece horrible la música de los Toreros Verdes y los Enanitos Muertos, me dejó los recortes ahí, sin decir una sola palabra y yo supe que se solidarizaba como nadie con el dolor del primer amor caprichoso de su hija adolescente. 

Como si fuera un altar, dejé ese montoncito de papel sin leer, tal como estaba, durante mucho tiempo, con la esperanza de que así la sensación de tragedia desapareciera, de que Andrés desapareciera en el olvido que nos merecen todos los muertos en este país. Siempre he sabido que en ello había algo de vergüenza, creo que en ese momento no pude comprender por qué me dolía tanto la ausencia de alguien a quien no conocía. Y no atiné a saber qué hacer con él y Andrés se me fue al fondo. Lo único que se me ocurrió y a la desesperada fue pelear con el fútbol, como quien se enoja con un desconocido al que nunca le importó porque nunca se dio cuenta. Desde ese día no he visto un solo partido completo de la liga colombiana, el gusto se me fue para Argentina primero y después para España, un tiempo para Italia. Jamás pagué una boleta para ir a ver fútbol. Y de los colombianos solo seguí a la selección y eso si les iba bien. Sí, incluso ahora, con este equipo que vine a ver en el último partido de las eliminatorias al Mundial, y nada más antecitos de que empezara me empecé a dar cuenta de que estos jugadores no se parecen tanto a nosotros, a esa gente que mata lo que más ama porque prefiere verlo muerto que aceptar que no le ama de vuelta como quisiera, porque lo prefiere muerto que contradiciéndole. 

Ahora creo que lo peor de mi historia fue no haber podido estar aquí, acompañando y dejándome acompañar por los millares de dolientes que dejó Andrés, para poder comprender que tenía derecho a ese dolor, porque Andrés era tan mío como de todos nosotros. Ahora, después de tantos dolores de patria, de tantos amados desconocidos muertos que me han hecho envejecer y comprender, puedo decir, por fin, que Andrés nunca me ha dejado de doler en el alma.