Tenía dos años y medio, como la primita a la que yo ya cuidaba, y un hermano de cuatro meses. Recuerdo la primera vez que fui a su casa. Recuerdo la luz que entraba por la ventana de la sala donde nos sentamos a conocernos su madre y yo. Recuerdo a Lelé sentada en mi regazo, recuerdo a Samuel en el de su madre, no logro recordarlo a él. Mi memoria salta de ahí a la imagen de Luca como una presencia instalada, cotidiana, rotunda de esos días en Alemania.
A partir de ahí me encargué de los tres niños con la dedicación de una misionera, convirtiéndolos en mi propósito de los siguientes diez meses. Esto lo digo ahora, que miro para atrás y observo esa parte de mi vida con verdadero asombro. Porque en ese momento, supongo que a eso se refiere el zen cuando habla de estar presente: no podía hacer otra cosa que estar ahí mientras cuidaba dos niños y un bebé que no eran míos. Era puro cuerpo e instinto, muy poco pensamiento, la inteligencia provenía de otro lado. Del amor, de la compasión y de la fuerza de la vida que emanaba de ellos abriéndose paso como una campaña de conquista. Fue una experiencia única y maravillosa, extremadamente agotadora y satisfactoria.
Sin embargo, hubo con Luca una relación que nunca he podido definir con palabras, porque ninguna de ellas es capaz de superar los límites que en ese momento imponía la diferencia de edad ‒poco menos de 23 años de distancia‒ de aquello que había entre nosotros: no eramos amigos ‒no era que pudiéramos irnos a un bar a contarnos historias‒, ni enamorados, ni madre e hijo. Luca y yo eramos Luca y yo y, en la mitad, una confianza ciega, un entendimiento mágico, la sensación de libertad total, un amor transparente, colorido y robusto como una piedra preciosa. La primera vez que nos separamos, hablamos una vez por teléfono, Luca estaba en Brasil, yo en Alemania, es la única vez que alguien me ha dicho "tenho saudade de vocé". Eu também menino, eu também.
Luca debe tener ahora dieciocho años y una vaga idea de quien soy. Cuando lo vi por última vez yo sabía lo que iba a pasar: él se quedaría conmigo para siempre aunque no pudiera recordarme ni recordar lo que habíamos sido. Y su manera de quedarse fue a través de su madre y lo bien que escribe sobre la vida y sobre Brasil en Facebook, a través de un portuñol que se resiste a salir de mi cabeza, a través de la música brasileña de la que me rodeo concienzudamente.
Hoy Luca publica en la red social más o menos dos veces al año, cada vez me sorprende la madurez con que dice lo que dice y a la vez hay algo de eso que me resulta absolutamente familiar y que acaso sea su espíritu, eso que siempre ha sido y con lo que yo me relacionaba profundamente y por pura afinidad.
Hoy atardecí pensando en el niño que se sentía tan cómodo frente a la diferencia de los otros e intuyo su decepción por lo que está pasando en Brasil. Solo se me ocurre devolverle el gesto de consuelo que me regaló un día de invierno particularmente difícil y agotador hace quince años. Estaba anocheciendo, su hermano dormía ‒por fin‒ la siesta, Luca estaba parado a mi altura exacta en el alféizar de la ventana de la sala (¿ya dije que solo tenía tres años?). Mirando los dos para afuera, me preguntó si estaba cansada (yo estaba cansada y triste pero él aún no conocía esa palabra) y cuando le respondí que sí, que mucho, pasó su brazo por mis hombros, me dio un beso en la cabeza, se volvió otra vez hacia la calle y guardó silencio hasta que yo pude volver a hablar.