domingo, 14 de octubre de 2007

Buenos Aires




Se encuentran menos insatisfechos los porteños en primavera que en invierno, o eso me parece a mí, y aunque esta primavera haya tardado un par de días en llegar y yo me quiera morir de frio, Buenos son los Aires que tiene esta ciudad apasionada que Fito describe tan bien que lo deja a uno sin palabras en estos precisos momentos en que quisiera poseerla y sobretodo ponerle un moño rojo y regalarla.
Aquí los chicos son solo los niños (los otros se sienten muy crecidos) y hablan como adultos, por eso a Juana, que tiene menos de ocho años, le parece (textualmente) que allá de donde yo vengo la gente es más graciosa, no es que ella no lo sea, porque es capaz con frecuencia de partir de risa a sus amigos, pero nosotros, según ella, somos menos serios. Me alojo ahora en el barrio de La Boca, a dos cuadras de donde queda el famoso caminito, en la casa de una española catalana que se vino hace tres años a hacer un curso y se quedó a vivir aquí, para el desconcierto de todos los taxistas de Buenos Aires, y ser la "gallega" del barrio, este personaje de Almodovar nos acoge en su casa (que ya es nuestra a fuerza de la ocupación) y de su manos nos internamos en la película que es Buenos Aires.
Primera escena:
el cielo está completamente gris, hace frío y llueve, los árboles aun tiene puesto el vestido del invierno, es como si el clima se hubiera puesto de acuerdo con nosotras para hacernos creer que no han pasado estos cinco años y que un escenario que por su aspecto bien podría ser Alemán, es lo ideal para encontrarnos. Pero el invierno extendido nunca ha traído buenos presagios que se hacen realidad después de tres horas de espera en la esquina de La Plaza de Mayo, sin una pista que delate a Ana, que aunque le gusta que la delaten suele llegar tarde a todas partes. Si estuviera segura de que un cigarrillo me puede calentar me haría fumadora en el acto, me pregunto si Ana Fumará tanto todavía, como cuando en mi casa en Alemania inundaba todo de humo... Ana no aparece, así que apago mi cigarrillo imaginario y me voy a buscar a alguien conocido en Buenos Aires en donde pasar el frío mientras Ana da señales de vida. Como en esta ciudad es así, no tardo en encontrar refugio, me reciben entonces unos mates bien calientes, una sonrisa amplia y la conversación siempre refrescante de Virginia, a ella se le suma su familia: Juana (la de la seriedad) Carmen y Sebastián, quienes me saludan como si no me recordaran a medias, con toda su generosidad, con todo su encanto, con su belleza real (de realidad no de realeza) capaz de desbordar a cualquiera, casi capaz de hacerme olvidar de Ana que aparece de pronto como siempre, para demostrar que al final no pasa nada, nos damos un abrazo y el tiempo se rinde a nuestros pies, descubre su cara de dimensión y se reduce a nada cuando estrechamos el espacio. Así se derrota la distancia, así por una vez se cambian los papeles y se esclaviza al tiempo.
Segunda escena:
Un remis es un taxi que uno llama y con el que se pacta el precio según la distancia de destino, remisero es quien maneja ahora este carro particular que hemos tomado (porque aquí coger es otra cosa) se llama Rubén, e intenta intimidarnos, porque si no sabemos aun cómo son de guachos los porteños, él nos lo va a enseñar, en sus labios Buenos Aires es una ciudad perdida que la hipocresía intenta rescatar, no tienen los porteños éxito en su intento de saberlo todo, de creer que lo pueden hacer todo bien, la ciudad que se cae a pedazos lo demuestra. Yo, que tristemente (muy tristemente) no creo en la fatalidad del apocalipsis porque vengo del infierno, sonrío cuando Rubén habla, y él, al ver que lo que dice nos causa más gracia que miedo, deja su papel de guía turístico de la cruda realidad boanarense y se convierte de un momento a otro en Lulú, personaje que lo posee a partir de las diez de la noche, todas las noches, y que por nosotras haría lo que fuera, incluso, como ahora, hacernos reír hasta las lágrimas mientras nos lleva al paraíso local de Puerto Madero, la burbuja que sin el infierno del que acabamos de salir, el que Lulú conoce tan bien, no tiene sentido. Tercera escena:Está Bárbara, la cantante de un grupo de folclore que se llama Semilla, la cuñada de Santaolalla (s{i ese mismo), contándonos como la tarde anterior Francis (Ford Coppola, sí, ese mismo) fue a su casa para ver si la utilizaba como locación para su próxima película, Bárbara imita a su madre que es una actriz diva de los años 60 mientras recibe la visita el día anterior y se da vuelta hacia Bárbara, mientras señala a Francis y dice: a este, me lo fagocito. Bárbara, que todavía no puede creer lo que está pasando en su propia casa, no acierta a entender lo que su compañero Camilo (uno de los Carabajales, dueños practicamente del ritmo folclórico que se llama chacarera) le quiere decir sobre Francis que ahora se pasea muy juicioso por la habitación. Al final de la historia todos miramos a Bárbara muertos de la risa, a Bárbara, que lleva tan bien puesto su nombre, que es tan diva que ni su madre nunca podría opacarla, que se voltea para mirarme y con el mate en la mano preguntarme: ¿Te conté lo que me pasó el otro día con Juanes? (sí, ese mismo)

Escena final:
Buenos Aires es un tango, los porteños una música de bandoneón, esta ciudad es un mundo aparte que desluce de sobra a muchos otros, se necesitaría una vida entera para recorrerla toda y sólo un vistazo para querer hacerlo, se parece al lugar de donde vengo en eso de atrapar por medio del deseo, deseo al que aquí le sobran los motivos: la cadencia de todos los sonidos, desde una chacarera, hasta un "vos" suave pero decidido. Porque se está tan vivo aquí aunque la tristeza descanse a orillas de su tremenda historia... Juana llora cuando nos vamos y el contraste que siempre ronda a Buenos Aires se hace paradoja en su carita. Ahora Virginia subirá a al casa después de acompañarnos a la puerta y le contará un cuento de verdad para que se duerma tranquila, y mañana cuando Buenos Aires despierte no se acuerde (ni Juana ni Buenos Aires, esta última por fatal y tanguera) nunca más de nosotros aunque nosotros la llevemos desde ahora en el corazón y no podamos olvidarla jamás.

lunes, 1 de octubre de 2007

después del silencio


En un ataque de nostalgia sólo comparable con el que nosotros hemos sufrido desde que se separaron, los Héroes del Silencio se vuelven a reunir para darle sentido a su nombre y dejarnos como siempre (a nosotros que los queremos, que sabemos de qué hablan cuando tocan) sin palabras en la garganta, que ahora mismo sólo se puede abrir para gritar…

Desde una pantalla gigante unos ojos de felino miran todo el tiempo a la multitud, como vigilando antes de atacar, para cuando comienza la música ya todos somos su presa, entonces con la boca abierta y haciéndose agua, vemos a los cuatro integrantes de la banda silueteados detrás de otras cuatro pantallas, aparecen como la primera vez que los vimos hace 25 años, con el mismo gesto en el cuerpo que los dejamos hace 10.

Alguien a mi lado no puede contenerse y llora, a mi el cuerpo se me extiende, como siempre que escucho a Héroes sonar, por fin una guitarra eléctrica viene a componer el orden de este corazón de roca, harto harto de tanto sonido electrónico.

“Ya somos más viejos y sinceros, y qué más da, si miramos la laguna, como llaman a la eternidad de la ausencia” canta Enrique arrodillado a la multitud, en un gesto de resignación frente al tiempo, tiempo que nos ha pasado a todos, a ellos y a nosotros, aquietando las entrañas donde algún día rugió un monstruo con estas palabras que ahora cantamos con una voz más parecida a un ronroneo que a un rugido. Todo se resume así, todo allí pretende darle de comer una vez más a ese monstruo que la vejez ya ha domado.

Nadie podría explicar lo inexplicable que le da sentido a nuestros rituales, la magia es la misma hoy que hace diez mil años, sólo quien alguna vez la ha probado sabe de lo que hablo: es lo mismo un barómetro que un satélite, lo mismo la Galia Peluda que Buenos Aires, La Guerra Florida que la tragedia hecha canción y la nostalgia palacio. Unos cuantos (unos cuantos cientos) nos dejamos llevar hasta el fondo, completamos la ceremonia y hacemos lo que vinimos a hacer: volver la mirada atrás para ver cuánto hemos crecido.