Llegamos a Bolivia por Villazón, donde los indígenas atraviesan la frontera corriendo, los demás bolivianos hacen filas interminables para pasar de un lado a otro y a nosotros nos atiende un funcionario de inmigración muy sonriente que tiene su escritorio al lado de la foto enmarcada de Evo Morales con un traje de presidente que parece de mentiras.
Después de doce horas de camino por carretera destapada llegamos a Potosí, la ciudad más alta del mundo, 4070 metros sobre el nivel del mar, el soroche no se hace esperar, ataca a Ana ocupándose de su cabeza, a mi me entra por donde más me duele: el corazón.
Bolivia es una herida que nunca termina de cicatrizar, Potosí es la prueba, trescientos años de explotación de sus entrañas, con mulas y esclavos que morían a miles cada año, la dejaron hecha una llaga de plata donde el esplendor no hace más que producir dolor. En las mazmorras de La casa de la moneda nos enteramos de su verdad, y aunque sea a medias, como todas las verdades, nos hace cruzar miradas de complicidad comprensiva entre una colombiana y una española que están ahí para escuchar a una guía contar la historia de cuando la Fifa dijo que en La Paz no se podía jugar al fútbol porque los jugadores europeos no resistían aquella altura, pero ellos, los bolivianos, saben muy bien cómo hacer para solucionar ese problema, sólo hace falta mostrarles el Cerro rico (ese cerro de donde se sacó durante siglos la más pura plata de ley jamás vista) y así a la fija, por lo menos los españoles, vienen a jugar. No sabemos si reír o llorar, yo termino riéndome porque hace días que aunque quiera llorar no puedo. Sin embargo mi risa debe ser una mueca en la cara que está lejos de expresar alegría, la tristeza se instala oronda en el alma a pesar de la belleza, como a pesar del sol se instala el frío en el cuerpo.
Salimos entonces de Potosí con el corazón arrastrando los brazos por las aceras de esta ciudad hermosa y maldita. El camino, como todos los que sirven a la huida, es impresionante, nos lleva a Sucre en medio de un paisaje de montañas y arbustos bajos y secos, jacarandas moradas y sauces verdes en montoncitos repartidos aquí y allá entre varios pastores de cabras y marranos. El cuerpo se siente mejor en Sucre, el alma se aclimata, pero la tristeza siempre deja sus huellas y yo extraño a Colombia y sus montañas gigantes, su café, sus sonidos, su olor, su amabilidad, a mi corazón encerrado en el pecho de algunos de sus habitantes. Un boliviano habla de su adoración por esta Bolivia herida, fragmentada y dolorosa, y yo no lo entiendo, o mejor sí, porque ahora mismo yo estoy queriendo a mi Colombia deshilachada como si fuera el único lugar posible.
2 comentarios:
Ana…
..
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Están ya pesadas tus manos al escribir?
Siento una pasión distinta, es como encontrarme con un nuevo sabor en el árbol que siempre colmó mi apetito y del que conozco perfectamente su gusto.
Espero tu próximo texto, cada vez mas cerca de casa, la llegada con mirada renovada y el corazón ansioso, es de lo mejor.
Gracias.
Ana volví a leerlo y como a proposito para mi animo que anda como si caminara con vos en Potosí.
Un beso y gracias, siempre ponés a aletear mi corazón...
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