Que Argentina es Buenos Aires, que los argentinos no son latinos y después de la dictadura no se dejan tocar de un policía, que allá solo se baila tango, que Spinetta y Charly son los únicos dioses. Mitos que llegan hasta nuestros oídos desde el silencio de las postales y el ruido de los turistas y que se derrumban estrepitosamente al son del baile que cada semana anima ese personaje grande que es La Mona Jiménez, en esa noche que se llama ir de caravana.
Empecemos
por el principio, una cosa es Buenos Aires y sus porteños, y otra, el resto de
miles de kilómetros de provincia y provincianos que completan la Argentina. Algo
de eso ha llegado a Medellín con los Chalchaleros y Mercedes Sosa. Así como
suena de distinto un tango de una samba, así de distinta es la gente de la capital
a la del resto del país. Cuando uno se acerca a la provincia el país empieza a
explayarse, gigantesco sobre sus reales proporciones, entonces de la tierra
brotan algo más que vacas y uvas y su corazón suena más parecido al zapateo en
rombos de la chacarera y el tiringuistinguis del chamamé litoral, que al bandoneón.
Córdoba
es la ciudad grande de ese mundo de provincia y se ve chiquitica al lado del
gran Buenos Aires. El acento con que allí se habla, reconocible a kilómetros por
el oído humano, tiene un ritmo entrecortado, nada que ver con el suavizado scho con que los porteños dicen yo. Y es
allí donde hace años nació Juan Carlos Jiménez Rufino: La Mona Jiménez.
La
primera vez que la escuché mencionar pensé en la imagen de una señora rubia, después
de un segundo tuve que preguntar y me dijeron que no, que La Mona, la mica le
diríamos aquí, era el padre del cuarteto, esa música bailable de los barrios
populares de Córdoba que ahora hace de las fiestas, de cualquier clase, una fiesta
de verdad.
En
este viaje por fin encuentro a un amigo fan dispuesto a llevarme de Caravana. Es
noche de verano, en todo el día la temperatura no ha bajado de 38 grados. Comemos
tarde y me tomo unos mates mientras espero que vengan a la una de la mañana,
para ir con tiempo suficiente al baile semanal de La Mona. Aunque para mí es de
madrugada la noche apenas comienza.
En
diez minutos llegamos a San Vicente, uno de los barrios más populares de la
ciudad, nada de aretes, ni que tenga valor, me habían dicho todos. Las
advertencias fueron el primer síntoma de que entraba en un país distinto, a
medida que nos acercamos al Club Sargento Cabral esa sensación se acentúa con
cada nueva pinta que nos encontramos: mujeres con mucha producción, como dicen
por aquí, nunca había visto tanto esfuerzo en las argentinas por ponerse
divinas. De verdad estamos llegando a lo que en Latinoamérica se conoce como
baile. Una fila para las mujeres y otra para los hombres, ellos pagan más, las
chicas están tan cómodas con el montón de maquillaje como con el precio de la
boleta. Después de pasar por la taquilla nos encontramos con la Policía: se me
vienen a la mente varios amigos argentinos escandalizados por cuenta de las
requisas a las que fueron sometidos en Medellín. Aquí se supone que no existe
tal cosa, a mí, que estoy acostumbrada, me importa un bledo, pero con la
Policía, como siempre y en cualquier lugar del mundo, lo peor está por llegar.
Cuando
entramos el lugar todavía está medio vacío. Al frente, una tarima bien dispuesta
y en un rincón de la discoteca con pinta de coliseo, el lugar para conseguir un
Fernet con Coca. El otro infaltable de la noche. La tercera bebida nacional, y
yo diría que la primera local, de la que no se puede separar el cuarteto. Ya
viene hacia nosotros el kit imprescindible: una botella de plástico con
suficiente Fernet empacado, un vaso gigante de coca y una bolsita de hielo.
En
la tarima está cantando con su banda un chico de unos 28 años: camisilla nueva
que deja ver unos bien ejercitados brazos, varios tatuajes y bluyín. Es el hijo
de La Mona que abre la noche en con un derroche de entusiasmo de estrella de la
canción que no tiene nada que ver con lo que está pasando abajo. La poca gente
que ha llegado casi ni lo escucha, todos conversamos y preparamos el Fernet,
tomamos varias rondas entre risas y miradas furtivas alrededor, para ir
ubicando a los presentes en una especie de reconocimiento de manada. Por
supuesto nosotros somos de los extraños, nos miran un poco de arriba abajo y el
asunto se zanja devolviendo una mirada cortés pero sin asomo de
condescendencia. Cuando menos pensamos todo se llena, hay más de 1.000
personas, la mayoría entre los 20 y los 30 años, algunos, bastante menores. Al
lado nuestro hay un grupo de chicos que no pasan de los 16, todos hombres, concentrados
en sus charlas, ajenos al atento y prudente estado de cacería que debería
suponer una manada de cachorros en un baile.
Y
ahora sí, a lo que vinimos, después de que el hijo de La Mona termina su show
hay una pausa. Silencio. Aparecen alrededor de 12 músicos en escena, de todas
las generaciones y fachas, el primero es el hijo, que hace de corista, también hay
un guitarrista que debe rondar los 70 años, el pelo visiblemente teñido de rojo
cobre, un rostro cadavérico e inexpresivo, excepto porque parece no tener
ningunas ganas de estar ahí ¿Estará vivo? De un momento a otro uno de los más
jóvenes sale del teclado y toma el micrófono para anunciar lo que viene al
estilo “agüita pa’ mi gente”, todo el mundo grita, alza la voz para ser más
exactos, porque lo que realmente surge, como una exclamación, son las manos
arriba, las manos de todos que repiten frenéticamente un gesto parecido al de
los sordomudos cuando aplauden.
La
Mona sale al escenario. Tiene más de sesenta años, es un tipo chiquito, de
contextura gruesa y fuerte, de pelo negrísimo y rizado que le llega a los
hombros; trae unos pantalones que combinan Fiebre de Sábado en la Noche con
Adidas, celeste Argentina, con letras de tela blanca cosidas sobre el azul que
dicen: La Mona. Saluda personalmente a mucha gente, las manos arriba no paran
de moverse, hacen señas, La Mona les responde y con cada seña que hace con sus
manos menciona en voz alta un barrio de Córdoba, los más jóvenes se suben a los
hombros de alguien para que él los vea, no a ellos, sino al barrio que
representan con una seña. Se bajan cuando él los mira, reconoce la seña, nombra
el barrio con un nombre en señas que él mismo se inventó. La imagen es hermosa
y abrasadora. La temperatura sube por lo menos cinco grados en un par de
minutos.
Empieza
el baile. El cuarteto es una especie de merengue acelerado que obliga al
bailarín a zapatear un poco. Al principio nadie baila y al final de cada pieza
nadie aplaude, eso sí, cada canción es gritada por las mil gargantas,
apasionadamente, y de vuelta, están las señas. La Mona anuncia que las chicas
quieren bailar y pide que les dejen espacio. Junto a nosotros pasa un intento
de “ronda” que consiste en unas 10 o 12 mujeres que bailan cogidas de la mano
mientras abarcan todo el espacio desplazándose en un enorme círculo. En ese
momento se deja venir la policía, nos dicen que nos movamos. Frente a mí, uno
de los chicos, o no se da cuenta o se hace el boludo, y no se mueve a tiempo
para que el policía pase. El cana lo coge de un brazo, lo mira fijamente, se le
acerca hasta empañarle los ojos, y con el bastoncito que lleva en la mano le da
unos golpecitos no tan suaves en la quijada, le repite que se mueva “porque hay
que hacer espacio a la ronda de las chicas”. Al muchacho le da miedo, a mí
también. El policía no está jugando, como le conteste algo le parte la cara, y
él, que acaba de pagar 20 pesos para estar ahí, agacha la cabeza y se mueve del
lugar.
Lo
siguiente que recuerdo es estar metida en la ronda bailando cuarteto como si se
fuera a acabar el mundo, tocan una de Wilfrido Vargas y por fin yo también puedo
cantar. En una pausa la banda sale a descansar y anuncia que volverá en unos
minutos. Nosotros nos vamos. Todo ha estado muy tranquilo pero parece que la
clave es salir antes del final que es donde se arma el quilombo, me lo creo, esto
tampoco es el paraíso; y el Fernet, combinado con el despecho y la ropa
empapada de sudor, no debe ser buen consejero. Es la madrugada, nos vamos a
tomar algo antes de irnos a casa, imposible intentar dormir así no más. Somos
tres mujeres y un hombre, pronto, la conversación deja de ser sobre La Mona y
pasa a ubicarse en el montón de papacitos que había en ese lugar, de ahí en
adelante una charla femenina imposible de repetir.
Antes
de conciliar el sueño me digo: La Mona no tiene nada, ni belleza, ni voz, ni
música, casi ni letras, que dicen muy poco, pero parece que lo dicen como es, porque
lo que se ve en este lugar es a miles de personas cantando como solo se canta
eso que habla de nosotros mejor que nosotros mismos. Eso es el cuarteto, pero
sobre todo, eso es él, no hay nadie que lo reemplace. Los nuevos cuarteteros ni
se atreven a imitarlo, sería ridículo, porque él es el tipo que hace que
existan, el barrio existe porque La Mona lo nombra y le otorga un gesto a
alguien que está cansado de no saber quién es. En el baile La Mona habló de
Cosquín, el festival de música folclórica más importante de Argentina, acaba de
llegar de allí. Hace doce años también lo invitaron y a las tres canciones lo
sacaron a silbidos por el lío que se armó con los fans que lo acompañaron. Creo
que lo que pasó en realidad es que esa música de “negros” no era para ese
escenario casi sagrado. Ahora volvió a terminar lo que empezó ese día. Al final
de su presentación en Cosquín, como aquí, lo aplauden sin remedio y sin
descanso. Parece que los “negros” son, además de cuarteteros, muchos, y se
están haciendo respetar, ellos también son argentinos.
2 comentarios:
Grosaaaaaa!
Paula todavía no pudo sacar las fotos de su celular...
Besazos con extrañitis!
Diego
Dios mío que locuraaaa!!!! tremendo...
eres mi ídolo, saliste viva de ese despelote!
Manuela
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