martes, 13 de junio de 2006

MANOS QUE CURAN

Hace quince días estaba en una de esas semanas horribles que nadie quiere vivir, en las que el cuero ya no da para más, ni siquiera para ver que el cielo es solidario con nosotros y se ha puesto gris, le echamos la culpa a las circunstancias y ésas, se supone, son transitorias, cosa que nos deja sin consuelo posible, hasta que no se acabe la velocidad de afuera el hueco en el pecho no va a desaparecer. Estaban las cosas así, sin parar, subiendo y bajando las lomas de esta ciudad, en una carrera contra el tiempo y el espacio que se miran a sí mismos y empiezan a llenarse con lo que tienen a la mano, que casi siempre es un montón de nuevas preguntas.

De pronto, en medio de la avalancha de acontecimientos (casi todos sin importancia, acciones de rutina con muy poca sustancia) me encuentro en el salón de clase de un colegio para sordomudos, mucha juventud y mucho silencio, primera contradicción que empieza a sacudirme un poco, luego vienen a ponerme un nombre, porque Ana Lucía no es más que un puñado de letras sin sentido para los que no pueden oír su sonido, el ritual dice que me debo identificar por una seña que nadie más tenga, empiezan las propuestas en un escándalo de manos moviéndose que yo no entiendo y que la profesora oyente traduce para mí, la seña del conejo me gustó, pero no fue aprobada porque un chico del colegio perteneciente al grupo vecino ya se llamaba así, entonces alguien hace una seña, la profesora llama la atención sobre ella: el dedo índice va hacia el ojo y hace un gesto para hacerlo rasgado, luego la mano completa se acerca al cabello y recorre una melena lisa e invisible que llega a los hombros.

Y ese gesto que desde ahora me define, me aterriza completamente, mi mente se enfoca y deja de pensar con una de sus mitades en las mil y una cosas que tiene que hacer después, o que hizo antes, que no va alcanzar a hacer, y estoy ahí, mirando a unos chicos tan normales como cualquiera, larguiruchos adolescentes que tratan de responder a la tarea de español, hacemos un par de actividades juntos, no sé si sólo es mi impresión pero son más organizados, quizás un poco más disciplinados, en pocos minutos me ablandan, me conmueven , me pregunto de qué me quejo, hay un silencio por respuesta, el corazón se me acaba de encoger, miro el reloj, tengo que irme ya, adónde, no sé, tal vez es la costumbre de estar corriendo de un lado para otro, me levanto, le digo a la profe, ella le traduce a sus alumnos, yo ya estoy casi en la puerta, oigo palabras solitarias que repiten lo que yo digo: se va porque tiene que trabajar, yo estoy mirando a todos y a nadie, entonces sucede, mis ojos se van hacia Cristian, está en un esquina, está hablando con las manos, y antes de que la profesora me traduzca en palabras que yo pueda comprender, yo sé lo que me está diciendo, el movimiento de sus manos es suave, la expresión de sus ojos completamente elocuente, yo siento como toda la angustia que me aprieta el pecho se espanta como una mosca que alguien aparta con la mano, se va al piso, desaparece, y queda esa sensación que sólo puedo describir con una palabra, la que llega a mis oídos como traducción de lo que Cristian dice: tranquila.

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