Estuve el fin de semana pasado en Bogotá (Manuela no te vas a enojar, no te llame porque estuve dos días, literalmente, llegué estuve un ratico y me devolví) y como siempre la ciudad más coqueta de Colombia me dejó perpleja, y como siempre, no precisamente por su arquitectura o sus parques, por el clima o la gente tan cálida, sino por lo que me pasa cuando estoy allí y por la nostalgia que me queda en el cuerpo cuando la dejo.
Fui a despedirme de mi amiga Beatriz que también se va del país, a la cual hay que desearle buen viento y buena mar, porque lo que va a hacer es buscarse, esperamos todos los que la queremos que se encuentre pronto y que como nos ocurrió a todos los que nos fuimos a buscarnos lejos, lo que encuentre le guste tanto que por fin sea feliz sin tener que quejarse, como para aplacar el sentimiento de culpa.
Además de ir a despedirme se supone que iba a trabajar, pero resultó sin pensarlo como unas vacaciones diminutas, en tan poco tiempo hice varias cosas que casi nunca hago, y otras tantas que no había hecho jamás: me vestí de señorita, con falda y maquillaje; desempolvé a la mujer con una blusa escotadísima y un aire sexy que me permitió bailar toda la noche y con todos, dormí en la casa de mis sueños, sólo como huésped, pero algo es algo; comí tamal con chocolate, pandebono, almojábana, mantequilla y mermelada, onces bogotanas que llaman, todo de una y nada más ni nada menos que en La Florida (para los que no sepan el mejor chocolatiadero de Bogotá y el más antiguo también) digno todo de mencionarse aquí, un manjar de los dioses; me permití por primera vez y sin entender muy bien las razones, escandalizarme porque un tipo me echaba los perros (como a todas las demás, no era que no fuéramos concientes todos del asunto) mientras estaba de reconciliación con la novia (pasa a ser parte de este relato no por lo de la echada de perros sino por mi molestia al respecto, cosa que nunca se había visto, puede que me esté volviendo mojigata); cociné, si señores, bueno, no propiamente cociné, pero serví de ayudante durante un día entero para hacer unos manjares que cualquiera de ustedes no creerían que mis manitas tuvieron algo que ver, lo disfruté y decidí que por lo menos, me gusta ayudar a cocinar.
Además me reencontré con mis amigos, tuve tiempo para darme cuenta en qué andan de verdad, darles un abrazo, inmiscuirme en sus asuntos, sentirme como cuando los conocí, en un mundo que no me pertenece pero en el que me siento tan cómoda como en mi casa; eso sí con una diferencia sustancial producto del rayón que me dejaron los alemanes con los que viví, ese sentimiento de tener que andar con cuidado para no molestar, preguntando todo el tiempo si puedo correr la silla, sentarme, pararme, ir al baño, abrir la nevera, echarle más azúcar al jugo, puff… terrible que después de tanto tiempo la paranoia no se haya ido, porque el problema de la visita no es del visitante, es del que lo recibe, si el que llega incomoda es quien decidió abrirle la puerta el que lo tiene que resolver, el pobre arrimado, que casi siempre está de paseo, debería dedicarse sólo a disfrutar, que si se porta muy mal, ya la próxima vez no lo recibirán y tendrá tiempo para sufrir.
Cosa que gracias a la generosidad de estos amigos bogotanos no me va a suceder, al fin Beatriz se desentendió de mí, me entregó a Doris y a Mario para que nos fuéramos acostumbrando todos a que las cosas serían así de ahora en adelante, pero como todo el que se desprende con delicadeza, llamó todos los días a preguntar si quería ir para allá a trabajar, y a ver como nos estaba yendo. Y al final Doris y su amor aceptaron con gusto ser los nuevos responsables de mí cuando estoy en Bogotá y para que no quedara duda me invitaron explícitamente a quedarme allí cuando pase por allá; yo que lo de la diplomacia me da tanta pereza, no les dije que no, que tranquilos que yo tenía mucho donde quedarme, no, yo sí acepté gustosa, si es que en esa casita linda no hace frío, está en el centro de la ciudad, es bonita por donde se le mire, tienen las visitas un cuarto y un baño para ellas solas, y los anfitriones son un par de muchachos del alma que parecen un matrimonio recién casado, es decir, vive uno como en un cuento de hadas, que para unos días no está nada mal, si pa la realidad ya tenemos a Medellín.
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