Ayer volví a ver Diarios de motocicleta, y además de traerme los recuerdos gratos del viaje por Latinoamérica (que en estos días han estado en mi mente todo el tiempo, ese viaje se me ha cruzado por todas partes. Quién sabe que querrán esos recuerdos de mi) me recordó todo lo que nuestra realidad no ha cambiado. Cuando a Gael García le preguntaron por la película dijo que eso era lo que más le había impactado, casi nada ha cambiado desde los tiempos en que la realidad de este pueblo conmovió tanto al joven Ernesto Guevara como para convencerlo de que había que ganarse la justicia a punta de tiros. La película tiene retazos documentales que encajan perfectamente en el tiempo del que pretende hablar, hace unos 50 años, y las cosas así, mejor que se murió temprano el Che para no tener que envejecer como lo haremos nosotros, viendo a Bono en un concierto en Chicago, oyéndole suplicar a los asistentes que le pidan a su presidente que haga algo para acabar con la pobreza extrema en el mundo, y tener que llorar porque es la batalla de lo obvio, cómo explicar que si matas se muere, que si golpeas duele, que para despertar hay que abrir los ojos, que no se puede vivir sabiendo que un solo hombre muere de hambre en un mundo donde hay comida suficiente para todos, mucho menos 40000 mil niños al año mientras otros 4000 nacen diariamente, como si la piedad fuera sólo para los lobos.
La vida es tan compleja, tan grande habitando algo tan pequeño que quien la contiene a duras penas puede con ella, como para que además los 70 años en promedio le alcancen apenas para aprender a sobrevivir sin morirse de inanición. Quien se inventó eso de que hay que ganarse el pan de cada día, y además con el sudor de la frente, se debe estar pudriendo en el infierno que fue creado el día que se le ocurrió semejante idea, y aquel que nos vea desde afuera debe sorprenderse enormemente de nuestras excentricidades, donde la comida se pudre en los supermercados y se tira a la basura en los restaurantes que quedan a dos calles del lugar donde un niño mendiga pan en un semáforo, al frente de un almacén donde la ropa en los estantes podría abrigar a medio Alaska. Es tan ridículo que es difícil de expresar y mucho más de entender, y que sea tan obvio es lo que nos hace tan patéticos a nosotros. Pero volver a ello es tan inútil como el premio Nobel de la paz, sin embargo, me niego a aceptar el argumento de la complejidad del asunto, eso es más o menos como decir que los pobres quieren ser pobres, que la gente que pide en los semáforos vive mejor que cualquiera de nosotros, que mendigar es un negocio, eso es para los que quieren expiar su culpa a como de lugar, destruyendo la imagen inmunda en el espejo que son los pobres de nuestras ciudades. No, no es tan complejo, es muy fácil, es una cuestión de decidirnos, como cuando decidimos (tarde, muy tarde) que ya no queríamos un Hitller en nuestro mundo, que la esclavitud no era humana, y que el muro de Berlín no debía separarnos más. Como dice Bono: traer la humanidad de vuelta a la tierra debería ser tan fácil como enviar un hombre a la luna.
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