martes, 20 de junio de 2006

La próxima semana cumplo 29 años…

La vejez no es algo que me preocupe, la verdad es que los años además de arrugas traen sabiduría y también callo. Vivir se ha vuelto más fácil, creo de verdad que estoy en la mejor época de mi vida, aun soy muy joven para pensar que se me acaba el tiempo, que dejé de hacer cosas, que debería arrepentirme de unas cuantas, pero tampoco tengo los 19 a los que no me devolvería nunca, no sé si soy la única que no añora su juventud, porque además no es que no la haya disfrutado, todo lo contrario, le exprimí el tuétano, seguí todos los caminos del exceso que me sedujeron (aunque debo admitir que no eran los mismos de los otros jóvenes de mi edad, por lo menos no de los que me rodeaban) pero viví y me morí hasta el hartazgo, ahora simplemente estoy, y trato de ser.

Sin embargo cuando uno va a un concierto de Mozart, quien compuso su primer minuet a los poco más de cinco años, es imposible no asombrarse de la lentitud con la que vamos caminando algunos por la vida… Este pensamiento me da unas vueltas en la cabeza, y alcanza a darse una pasada por el estómago antes de alejarse por completo después del concierto. Pero vuelve, haciendo morisquetas de lejos y al principio, y después correteando como loco por todo el cuerpo cuando días después veo un partido de España contra Túnez, y un muchachito de 22 años no sólo está seleccionado el muy campante (lo que para un futbolista significa estar en el paraíso de sus sueños), sino que además es un españolito guapísimo y carismático, con un motiladito de punky que lo hace ver muy bien. El niño Torres apenas acabó de salir de la adolescencia y ya tiene la vida resuelta: sabe qué quiere, tiene el talento para conseguirlo, de hecho ya lo consiguió, no le falta nada y sin embargo todavía tiene esa carita de que lo primero que piensa cuando mete un gol es: mi madre va estar orgullosa.

A los 22 años yo no tenía idea de lo que quería, hacía rato que me lo preguntaba, llevaba cinco años exigiéndome una respuesta, todos los días, mientras estudiaba publicidad y sabía casi con certeza (porque con certeza ni cómo me llamaba) que no iba a ser publicista.

A los 22 años acababa de salir de la universidad, mis días eran un interrogante, un agujero negro en el estómago que se tragaba todo lo que pasara demasiado cerca, pintaba camisetas mientras escuchaba MTV, me iba a hacer deporte con unos amigos, dos horas en la noche, donde al compás de un aeróbico debatíamos y tertuliábamos sobre lo humano y lo divino, la disculpa era la salud, pero en realidad era la belleza, y en el fondo escondida, la buena conversación; luego llegaba a mi casa y leía, recuerdo que leía mucho, todas las noches, hasta las tres de la mañana, los fines de semana trabajaba en un bar en el que me divertí como loca aunque en ese momento no lo supiera, todo eso entre mil maromas cerebrales y acciones desesperadas para encontrar quién era, o por lo menos quién quería ser, a estas alturas mi corazón ya no me hablaba, sólo se quejaba, y yo le respondía con un grito que me dijera de una vez por todas qué esperaba de mí.

Por mucho tiempo creí que había sido sólo yo, pero ahora que me he encontrado con mucha gente joven, sé con seguridad que es la edad, la angustia existencial es a un joven lo que el Edipo es a un niño, inevitable, hay que pasar por ello, y es mejor agotarlo para que no nos deje traumas que el siquiatra tenga que arreglar. La última vez que un pelado de 22 años me dijo casi llorando que no podía con la vida, que necesitaba encontrarle un sentido porque su ser no iba a soportar mucho más sin saber qué era eso de la felicidad, no pude más que sentir lástima, porque sabía que no había nada que yo pudiera decir o hacer para saciar al agujero negro, excepto tal vez, pedirle paciencia, asegurarle que la vida tiende a mejorar, a acomodarse, que lo único que no hay que hacer, es renunciar a la pregunta, a la búsqueda, porque aunque no se lo dije, ese es el sentido de la vida: “Bienaventurados los que buscan aunque mueran creyendo que no han encontrado”.

Por eso no me imagino lo difícil que debe ser para el niño Torres la vida, todavía está en esos años donde uno siente que cada vez que respira se traga el mundo, y eso más que placer le causa dolor, no desearía estar en esa montaña rusa donde uno es literalmente una herida abierta caminando, sin saber para dónde, pero sobretodo sin saber porqué, mientras se supone que uno lo tiene todo; no me imagino cual será su angustia después de un partido, cuando está solo, sintiendo que ni dos goles en un mundial se han escapado del agujero negro.

Cada vez que lo pienso me alegro profundamente de mis próximos 29, todavía la búsqueda no ha terminado, sigue más ardiente que nunca, pero ya no duele, y cuando duele, también me la sollo, como me hubiera gustado sollarme esos días maravillosos en que pintaba camisetas de el Rey León y Frida Kalho, me sabía todos los videos de MTV, y me leí a Borges y Miller completitos.

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