domingo, 24 de septiembre de 2006

1.600 metros más cerca de las estrellas

Estuve el fin de semana pasado en Bogotá (Manuela no te vas a enojar, no te llame porque estuve dos días, literalmente, llegué estuve un ratico y me devolví) y como siempre la ciudad más coqueta de Colombia me dejó perpleja, y como siempre, no precisamente por su arquitectura o sus parques, por el clima o la gente tan cálida, sino por lo que me pasa cuando estoy allí y por la nostalgia que me queda en el cuerpo cuando la dejo.

Fui a despedirme de mi amiga Beatriz que también se va del país, a la cual hay que desearle buen viento y buena mar, porque lo que va a hacer es buscarse, esperamos todos los que la queremos que se encuentre pronto y que como nos ocurrió a todos los que nos fuimos a buscarnos lejos, lo que encuentre le guste tanto que por fin sea feliz sin tener que quejarse, como para aplacar el sentimiento de culpa.

Además de ir a despedirme se supone que iba a trabajar, pero resultó sin pensarlo como unas vacaciones diminutas, en tan poco tiempo hice varias cosas que casi nunca hago, y otras tantas que no había hecho jamás: me vestí de señorita, con falda y maquillaje; desempolvé a la mujer con una blusa escotadísima y un aire sexy que me permitió bailar toda la noche y con todos, dormí en la casa de mis sueños, sólo como huésped, pero algo es algo; comí tamal con chocolate, pandebono, almojábana, mantequilla y mermelada, onces bogotanas que llaman, todo de una y nada más ni nada menos que en La Florida (para los que no sepan el mejor chocolatiadero de Bogotá y el más antiguo también) digno todo de mencionarse aquí, un manjar de los dioses; me permití por primera vez y sin entender muy bien las razones, escandalizarme porque un tipo me echaba los perros (como a todas las demás, no era que no fuéramos concientes todos del asunto) mientras estaba de reconciliación con la novia (pasa a ser parte de este relato no por lo de la echada de perros sino por mi molestia al respecto, cosa que nunca se había visto, puede que me esté volviendo mojigata); cociné, si señores, bueno, no propiamente cociné, pero serví de ayudante durante un día entero para hacer unos manjares que cualquiera de ustedes no creerían que mis manitas tuvieron algo que ver, lo disfruté y decidí que por lo menos, me gusta ayudar a cocinar.

Además me reencontré con mis amigos, tuve tiempo para darme cuenta en qué andan de verdad, darles un abrazo, inmiscuirme en sus asuntos, sentirme como cuando los conocí, en un mundo que no me pertenece pero en el que me siento tan cómoda como en mi casa; eso sí con una diferencia sustancial producto del rayón que me dejaron los alemanes con los que viví, ese sentimiento de tener que andar con cuidado para no molestar, preguntando todo el tiempo si puedo correr la silla, sentarme, pararme, ir al baño, abrir la nevera, echarle más azúcar al jugo, puff… terrible que después de tanto tiempo la paranoia no se haya ido, porque el problema de la visita no es del visitante, es del que lo recibe, si el que llega incomoda es quien decidió abrirle la puerta el que lo tiene que resolver, el pobre arrimado, que casi siempre está de paseo, debería dedicarse sólo a disfrutar, que si se porta muy mal, ya la próxima vez no lo recibirán y tendrá tiempo para sufrir.

Cosa que gracias a la generosidad de estos amigos bogotanos no me va a suceder, al fin Beatriz se desentendió de mí, me entregó a Doris y a Mario para que nos fuéramos acostumbrando todos a que las cosas serían así de ahora en adelante, pero como todo el que se desprende con delicadeza, llamó todos los días a preguntar si quería ir para allá a trabajar, y a ver como nos estaba yendo. Y al final Doris y su amor aceptaron con gusto ser los nuevos responsables de mí cuando estoy en Bogotá y para que no quedara duda me invitaron explícitamente a quedarme allí cuando pase por allá; yo que lo de la diplomacia me da tanta pereza, no les dije que no, que tranquilos que yo tenía mucho donde quedarme, no, yo sí acepté gustosa, si es que en esa casita linda no hace frío, está en el centro de la ciudad, es bonita por donde se le mire, tienen las visitas un cuarto y un baño para ellas solas, y los anfitriones son un par de muchachos del alma que parecen un matrimonio recién casado, es decir, vive uno como en un cuento de hadas, que para unos días no está nada mal, si pa la realidad ya tenemos a Medellín.

martes, 12 de septiembre de 2006

Recorrer, recordar, recorrer, recorridos

El sábado pasado salimos con los niños de Urbánicos. Difícil para los que no están muy cerca saber qué es esto de los Urbánicos, pero a riesgo de matar toda poesía, les cuento que es un proyecto de visibilización de las expresiones juveniles con pelados en situación desplazamiento.

Hace seis meses, en un intento de cuestionarlos y cuestionarnos, venimos haciendo juntos el ejercicio de preguntarnos qué significa, en todo el sentido de la cuestión, ser ciudadanos, ser habitantes de esta ciudadcita. Todavía no sabemos la respuesta, por lo que esperamos seguir inventándonos proyectos a ver si un día llegamos a algún Pereira, o mejor, a algún Medellín; por ahora, apenas alcanzamos a saber más o menos en donde estamos parados, y dónde está esa ciudad y ese ciudadano que queremos alcanzar; falta trecho, todo el que nos imaginamos, pero entendemos también, más o menos, que ese es el sentido de estar aquí, en la ciudad y no en el campo, en el oriente o el occidente y no en el sur y que vivir es eso, entender por qué estamos aquí y luego movernos hacia donde queremos. Como el hipotético lector puede estar pensando, parece que nos ponemos metafísicos y nos desviamos de la cuestión vital: qué tiene qué ver ser ciudadanos, con saber qué estamos haciendo en la vida; pues resulta que nosotros los Úrbanicos pensamos que mucho, primero porque es que las preguntas fundamentales vienen por niveles, uno no puede saber qué es ser nada, mucho menos ciudadano, si primero no sabe quién es, qué hace o pretende hacer aquí; y ahí viene la segunda cuestión, y es que pertenecer a una ciudad significa por definición desempeñar un rol, entonces hay que saber primero quiénes somos para poder saber qué hacemos.

Así fue como los Urbánicos empezamos a soñar con ser un futbolista, una periodista, o un viejito feliz, y como sucede siempre, al contrastar esos sueños con la realidad se nos abrió un camino extenso por recorrer, y con la ayuda de los que ya han recorrido parte de él nos dimos cuenta de que es largo y duro, pero no imposible. Un diseñador de modas y un chef nos contaron que uno empieza a recorrer el camino en busca de un sueño y en algún momento, casi siempre, el verdadero sueño, el de la vocación, nos toca la puerta, parece que termina siendo él quien nos busca y no nosotros a él, y ahí vino lo otro importante, había tantas historias que no conocíamos, que nos empezamos a preguntar por el médico y el escritor, la enfermera y el cantante: ¿quiénes son ellos?, ¿qué buscan?, ¿cómo llegaron a ser lo que son?, y eso, ¿los hace felices?. Casi todos a los que les preguntamos coincidieron en que la clave está en hacer siempre lo que nos gusta, eso garantiza que lo hagamos bien y que seamos felices en el proceso de búsqueda, hay momentos duros, en que parece que nada tiene sentido, pero con un poquito de confianza, que normalmente se confunde con suerte, nuestros sueños y nuestra realidad terminarán acoplándose.

En medio de todo eso nos fueron entrando ganas de contarle esos sueños, esas historias que cada uno lleva, a toda esa ciudad que pretendíamos contener, y en un ánimo de conjurar los mejores augurios, aprendimos técnicas para pintar señales que nos permitieron comunicarnos con Medellín, decirle quiénes somos, y fue en ese recorrerla para contarle, para ocuparla con estrellas que encerraban nuestros mejores deseos, que nos encontramos con el otro distinto, con el pukero y con la prostituta, quisimos entonces saber si ellos también sueñan, y si se sienten parte de esta ciudad, o como nosotros apenas comienzan a preguntárselo. Descubrimos a esta Medellín bonita e impresionante en una calle y que en al siguiente, se vuelve estrecha y fría, pesada… por eso al final, los niños decidieron que lo que había que hacer, era alegrarla un poco, mimarla en un recorrido que la acariciara y le trajera un poco de amor, que parece que es lo que nos falta para entender que todos cabemos en la ciudad, nada más toca estrecharse un poquito para dejar estar al rockero y el cura, la pitonisa y el recién llegado, y hasta al extraterrestre que nadie entiende.

En poco más de 4 horas recorrimos la ciudad para hacerla nuestra y hacernos de ella; recordamos que somos iguales, que todos estamos en eso de la búsqueda de la felicidad y que nos merecemos el mismo grado de dignidad para poder buscarla; volvimos a recorrer nuestros sueños, los sacamos a pasear; y finalmente hicimos ese recorrido, aunque fuera por un día, que en días menos venturosos nos ha separado de los otros.