jueves, 29 de noviembre de 2007

Potosí


Llegamos a Bolivia por Villazón, donde los indígenas atraviesan la frontera corriendo, los demás bolivianos hacen filas interminables para pasar de un lado a otro y a nosotros nos atiende un funcionario de inmigración muy sonriente que tiene su escritorio al lado de la foto enmarcada de Evo Morales con un traje de presidente que parece de mentiras.

Después de doce horas de camino por carretera destapada llegamos a Potosí, la ciudad más alta del mundo, 4070 metros sobre el nivel del mar, el soroche no se hace esperar, ataca a Ana ocupándose de su cabeza, a mi me entra por donde más me duele: el corazón.

Bolivia es una herida que nunca termina de cicatrizar, Potosí es la prueba, trescientos años de explotación de sus entrañas, con mulas y esclavos que morían a miles cada año, la dejaron hecha una llaga de plata donde el esplendor no hace más que producir dolor. En las mazmorras de La casa de la moneda nos enteramos de su verdad, y aunque sea a medias, como todas las verdades, nos hace cruzar miradas de complicidad comprensiva entre una colombiana y una española que están ahí para escuchar a una guía contar la historia de cuando la Fifa dijo que en La Paz no se podía jugar al fútbol porque los jugadores europeos no resistían aquella altura, pero ellos, los bolivianos, saben muy bien cómo hacer para solucionar ese problema, sólo hace falta mostrarles el Cerro rico (ese cerro de donde se sacó durante siglos la más pura plata de ley jamás vista) y así a la fija, por lo menos los españoles, vienen a jugar. No sabemos si reír o llorar, yo termino riéndome porque hace días que aunque quiera llorar no puedo. Sin embargo mi risa debe ser una mueca en la cara que está lejos de expresar alegría, la tristeza se instala oronda en el alma a pesar de la belleza, como a pesar del sol se instala el frío en el cuerpo.

Salimos entonces de Potosí con el corazón arrastrando los brazos por las aceras de esta ciudad hermosa y maldita. El camino, como todos los que sirven a la huida, es impresionante, nos lleva a Sucre en medio de un paisaje de montañas y arbustos bajos y secos, jacarandas moradas y sauces verdes en montoncitos repartidos aquí y allá entre varios pastores de cabras y marranos. El cuerpo se siente mejor en Sucre, el alma se aclimata, pero la tristeza siempre deja sus huellas y yo extraño a Colombia y sus montañas gigantes, su café, sus sonidos, su olor, su amabilidad, a mi corazón encerrado en el pecho de algunos de sus habitantes. Un boliviano habla de su adoración por esta Bolivia herida, fragmentada y dolorosa, y yo no lo entiendo, o mejor sí, porque ahora mismo yo estoy queriendo a mi Colombia deshilachada como si fuera el único lugar posible.

martes, 6 de noviembre de 2007

Baños




Una pausa en el camino del torbellino de emociones importantes, parajes indescriptibles, geografías inolvidables, personajes nuevos que se hacen relevantes en un abrir y cerrar de ojos. Porque entre una cosa y otra también se aparece acaso, una fábula escrita lejos de aquí, pero que habla de águilas y tortugas, como hablan los Incas de pumas, cóndores y serpientes. Al pie de un volcán un libro escogido al azar se abre y trae una historia que cae como un bálsamo en el corazón atiborrado de emociones, como cae un baño de agua sulfurosa y caliente al cuerpo también cansado que ahora contiene un alma de tortuga:



Y ahora consideremos el caso de la tortuga y el águila.

La tortuga es una criatura terrestre. No se puede vivir más cerca del suelo (sin estar debajo de él). Su horizonte no va más allá de unos centímetros. La velocidad que puede alcanzar es la que necesitas para perseguir y abatir una lechuga. La tortuga ha sobrevivido mientras el resto de la evolución pasaba junto a ella y la dejaba atrás ya que, básicamente, era demasiado complicada de comer y no representaba una amenaza para nadie.

Y después tenemos al águila. Una criatura del aire y las alturas, cuyo horizonte se extiende hasta el límite del mundo. Ojos lo bastante agudos para detectar los movimientos de un animalito de voz chillona a medio kilómetro de distancia. Toda poder, toda control. La muerte súbita que llega volando. Uñas lo bastante afiladas para desayunarse cualquier cosa que sea más pequeña que ella y obtener, como mínimo, un desayuno rápido de cualquier cosa que sea mayor.

Y el águila pasará horas posada en un risco escrutando los reinos del mundo hasta detectar algún movimiento lejano, y en ese momento de pronto se concentrará, concentrará, concentrará en el pequeño caparazón que se mece entre los arbustos allá abajo en el desierto. Y entonces el águila se lanzará desde lo alto del risco...

Y un minuto después la tortuga descubre que el mundo se está alejando de ella. Y ve el mundo por primera vez, ya no a unos centímetros del suelo sino a docientos metros, qué gran amiga tengo en el águila.

Y entonces el águila la suelta.

Y casi siempre la tortuga se precipita hacia su muerte. Todo el mundo sabe por qué la tortuga hace esto. La gravedad es una costumbre a la que cuesta mucho renunciar. Nadie sabe por qué el águila hace esto. No cabe duda de que hay un buen almuerzo en una tortuga pero, teniendo en cuenta el esfuerzo que requiere, la verdad es que hay un almuerzo mucho mejor en prácticamente cualquier otra cosa. Lo que ocurre es, simplemente, que las águilas disfrutan atormentando a las tortugas.

pero el águila, por supuesto, no es consciente de que está tomando parte en una forma muy tosca de selección natural.

Algún día una tortuga aprenderá a volar.

Terry Pratchett. Dioses menores