lunes, 29 de octubre de 2018

#EleNão




Tenía dos años y medio, como la primita a la que yo ya cuidaba, y un hermano de cuatro meses. Recuerdo la primera vez que fui a su casa. Recuerdo la luz que entraba por la ventana de la sala donde nos sentamos a conocernos su madre y yo. Recuerdo a Lelé sentada en mi regazo, recuerdo a Samuel en el de su madre, no logro recordarlo a él. Mi memoria salta de ahí a la imagen de Luca como una presencia instalada, cotidiana, rotunda de esos días en Alemania. 

A partir de ahí me encargué de los tres niños con la dedicación de una misionera, convirtiéndolos en mi propósito de los siguientes diez meses. Esto lo digo ahora, que miro para atrás y observo esa parte de mi vida con verdadero asombro. Porque en ese momento, supongo que a eso se refiere el zen cuando habla de estar presente: no podía hacer otra cosa que estar ahí mientras cuidaba dos niños y un bebé que no eran míos. Era puro cuerpo e instinto, muy poco pensamiento, la inteligencia provenía de otro lado. Del amor, de la compasión y de la fuerza de la vida que emanaba de ellos abriéndose paso como una campaña de conquista. Fue una experiencia única y maravillosa, extremadamente agotadora y satisfactoria. 

Sin embargo, hubo con Luca una relación que nunca he podido definir con palabras, porque ninguna de ellas es capaz de superar los límites que en ese momento imponía la diferencia de edad ‒poco menos de 23 años de distancia‒ de aquello que había entre nosotros: no eramos amigos ‒no era que pudiéramos irnos a un bar a contarnos historias‒, ni enamorados, ni madre e hijo. Luca y yo eramos Luca y yo y, en la mitad, una confianza ciega, un entendimiento mágico, la sensación de libertad total, un amor transparente, colorido y robusto como una piedra preciosa. La primera vez que nos separamos, hablamos una vez por teléfono, Luca estaba en Brasil, yo en Alemania, es la única vez que alguien me ha dicho "tenho saudade de vocé". Eu também menino, eu também.

Luca debe tener ahora dieciocho años y una vaga idea de quien soy. Cuando lo vi por última vez yo sabía lo que iba a pasar: él se quedaría conmigo para siempre aunque no pudiera recordarme ni recordar lo que habíamos sido. Y su manera de quedarse fue a través de su madre y lo bien que escribe sobre la vida y sobre Brasil en Facebook, a través de un portuñol que se resiste a salir de mi cabeza, a través de la música brasileña de la que me rodeo concienzudamente. 

Hoy Luca publica en la red social más o menos dos veces al año, cada vez me sorprende la madurez con que dice lo que dice y a la vez hay algo de eso que me resulta absolutamente familiar y que acaso sea su espíritu, eso que siempre ha sido y con lo que yo me relacionaba profundamente y por pura afinidad. 

Hoy atardecí pensando en el niño que se sentía tan cómodo frente a la diferencia de los otros e intuyo su decepción por lo que está pasando en Brasil. Solo se me ocurre devolverle el gesto de consuelo que me regaló un día de invierno particularmente difícil y agotador hace quince años. Estaba anocheciendo, su hermano dormía ‒por fin‒ la siesta, Luca estaba parado a mi altura exacta en el alféizar de la ventana de la sala (¿ya dije que solo tenía tres años?). Mirando los dos para afuera, me preguntó si estaba cansada (yo estaba cansada y triste pero él aún no conocía esa palabra) y cuando le respondí que sí, que mucho, pasó su brazo por mis hombros, me dio un beso en la cabeza, se volvió otra vez hacia la calle y guardó silencio hasta que yo pude volver a hablar.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Querido Luka

No sabía nada de Croacia más que lo que había visto en la selección del 98, la misma que quedó de tercera en ese maravilloso partido frente a Holanda que debió haber sido la final. En esa época la juventud no me daba para interesarme todavía en asuntos de política global: no recuerdo haber sabido siquiera que era un país recién nacido, solo veo a Suker liderando un equipo que jugaba lindo lindo.

El mundo todavía estaba desconectado, el internet era incipiente, no había redes sociales ni mucho menos, así que mi interés por Croacia se fue diluyendo con el tiempo en lo que sí podía encontrar en la biblioteca de la Universidad: Munch, Escher, Velásquez, Casona, Cortázar y Borges y alguna cosa que pasaba en los teatros de Medellín y Bogotá donde me enteré de la existencia de Pessoa, García Lorca y los payasos rusos.

Sin embargo, cada cuatro años le echaba un vistazo al equipo arlequín para ver qué onda. Nunca me había vuelto a entusiasmar más allá del uniforme, que siempre es un encanto. Hasta ahora.

Recuerdo que me programé para ver el partido contra Argentina, por Argentina, básicamente; pero desde que vi esa combinación de cuadros negros y grises supe que algo muy importante estaba por pasar. Croacia (tú) se hizo un partidazo ese día, y junto a Bélgica, se convirtieron en mis favoritos del 2018. Se lo dije a mi hermano apenas terminada la primera ronda: «La final va a ser Bélgica vs Croacia». Él no me dijo que no, pero tampoco me creyó; estaba pensando en Brasil, Francia, Inglaterra y hasta en Colombia.

Debo confesarte, querido Luka, que no te había visto jugar nunca. Quiero decir, seguro que sí, pero brevemente, y no te había puesto ninguna atención. No puedo ser hincha del Real Madrid siendo hincha del Barcelona, y soy hincha del Barcelona por Messi, y soy hincha de Messi porque es mejor (de la manera linda que digo yo) que Ronaldo —esa máquina de jugar fútbol que no soporto—. Siento mucho estar hablando así de tu colega —y posiblemente amigo—, no es nada personal, solo preferencias de juego, pura estética. Lo que sí lamento es que por ello me haya perdido tanto tiempo el goce de verte jugar. Menos mal que llegaste a Rusia para ser, como dijo alguien en estos días, un diez de verdad, de esos que cuando tocan el balón hacen que todo se acomode en la cancha y, cuando las cosas están patas arriba, que el hincha pueda respirar. Y entonces yo me fijé y me enamoré del juego de esa Croacia que me devolvía al 98 y tuve la suerte de llegar a la final con esa selección, porque no hay nada más excitante en el fútbol que tener el corazón comprometido con uno de los dos mejores equipos del mundo.

Así que aquí está alguien del otro lado del mundo (de tu mundo y en todos los sentidos que puedo imaginar) agradeciéndote por hacer lo que en este otro país todos queremos y no podemos: llevar a cabo la epopeya en la que los buenos son quienes ganan las batallas, donde es posible que la fuerza del corazón y la inteligencia del cuerpo te lleven a un lugar mejor que esta realidad mediocre y comandada por la estupidez que es el mundo en general y esta parte del mundo en particular.

Gracias a ti, un país hasta ahora desconocido se ha convertido en mi anhelo, y ya sabemos que el deseo es el que nos mantiene vivos. Han venido las casualidades a avivar la hoguera y me he enterado, por ejemplo, de que mi primo que vive en Berlín dice que tu patria es su segunda patria y también hace poco me di cuenta de que alguien a quien perseguí por años tenía ascendencia croata y se me ocurrió pensar que no era a él a quien buscaba sino algo que se asomaba detrás de su corazón: un país menos remoto.