martes, 1 de agosto de 2006

En días de espanto

En estos tiempos en que el espanto nos acecha desde el Líbano, la injusticia desde Méjico, y la desesperanza se instaló en nuestra propia casa, toca aferrarse a lo que sea para no perder las ganas de levantarse cada día. El sol anda por estos días muy titino, y eso es algo, los amigos siguen ahí, mordaces y pertinaces y eso es mejor, algunos se van o están lejos, eso no ayuda, pero otros han vuelto y llaman por teléfono y eso es como algún poeta dijo alguna vez: un guayacán amarillo en un cementerio. Lo mejor, sin embargo, cuando las cosas se ponen feas, es recurrir a los recuerdos; como dice Juan Luis Guerra últimamente: hay que guardar los buenos momentos para que te iluminen por siempre.

Hubo una vez, hace poco menos de un año, en que le escribí una carta a alguien y estuve varios días debatiéndome entre la necesidad de que respondiera y la seguridad de que no lo haría, luego, con el trajín de los días, tanto la necesidad como la seguridad desaparecieron; cuando estaba apunto de olvidarme del asunto, apreció en mi buzón de entrada un mensaje con el nombre del increíble remitente, en el momento menos oportuno, cuando estaba en una oficina con otras 5 personas, en un computador prestado por cinco minutitos para revisar una cotización y con un millón de cosas por hacer, imposible abrirlo ahí, había que esperar el momento para encontrar el tesoro (o la caja de Pandora) y con la promesa que el título del mensaje proponía en mi mente, salí a la calle, a un día de sol como hoy, con esa luz dorada que en esta ciudad hace las delicias del color; y ahí estaba yo, en medio del tráfico, ya no importaba qué dijera el mensaje, era un regalo que contenía la prueba de que aun estaba viva, otra vez el estómago estaba ahí, la sangre se sentía mover por las venas, el alma se echaba a caminar de nuevo.

Y mientras, un increíble se derramaba ocupando todo, increíble la valentía para escribir la carta, increíble la respuesta, increíbles sus efectos, increíble que un taxista frene despacio a mi lado y al verme grite sonriente: cuénteme el chiste a ver si yo me río también. Increíble esa sonrisa de pastel que duró hasta muchos días después de haber leído el mensaje que obró el milagro final de hacerme sentir que después de lo bueno sigue lo mejor; no sólo me llegó una respuesta sino una invitación sutil al dialogo, como quien deja una puerta ajustada y nada más. Yo por supuesto, esperé unos días antes de abrir esa puerta, para saborearme ese estar viva por un rato más. Nunca volví a saber del personaje, hasta que la sonrisa se diluyó entre otras menos amplias, y el sentimiento de victoria, el efecto del milagro, se convirtió en un recuerdo más, uno de los que iluminan los días en que respiramos sin darnos cuenta, y la sangre no corre cantarina por las venas sino que golpea furiosa de vez en cuando.

Pensé ahora justamente en ese recuerdo porque por más que lo intento no logro volver a poner en mi corazón esa esperanza y en mi rostro esa sonrisa, es más, hace tanto tiempo que no sucede que olvidé lo que se siente, porque sí, esos recuerdos son la tabla de salvación, pero no la salvación, el recuerdo de un día soleado no produce lo mismo que el calor del sol en la piel. Aunque claro está, mejor una tabla que nada, por lo menos sabemos que es posible, y sobretodo, recordamos aquello que enciende la esperanza: esas cosas suceden cuando menos te lo esperas; ese recuerdo envuelve la seguridad de que en la cosa más pequeña puede residir toda la felicidad, por lo menos la de un par de días, que a qué negarlo, terminan, como ahora, bastando para el resto.

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