martes, 20 de marzo de 2007

La tierra del olvido

Este fin de semana estuve en un concierto que se llamaba El abominable sonido paisa, y llevo un montón de tiempo descifrando por qué, cuando alguien dijo que gracias a dios no era paisa, a mi me dolió con un dolor de cortada de bisturí, un dolor insignificante, menudo y molesto, de esos que nos hacen concientes de partes de nuestro cuerpo que no sabíamos que estaban ahí, así fue el dolor que yo sentí, yo, que cada vez que puedo me escapo para dejar de sentir que las montañas de este valle se cierran sobre mí, me dolió a mí, que los hombres paisas me confunden hasta la histeria, que el acento de Uribe me sabe a excremento de caballo, a mí, me está doliendo que alguien de afuera venga y lo diga así, con el mayor desparpajo, sin el menor asomo de dolor, como si esta ciudad no fuera la suya… y es que no lo es, entonces yo guardo silencio y me quedo con la pregunta por el ardor que hace posible esa parte de mi que no conocía y empiezo a buscar la respuesta, respuesta que va llegando de a pedacitos, de la mano y la boca de tantos otros tan lejanos y dispares (como los que dan gracias a dios por no ser paisas) que cuesta atarlos en sus palabras, que al final se encontraron en un lugar común que también logré encontrar y que está dentro de mí.

Cuando me fui a vivir afuera, lo primero que sentí cuando dejé esta ciudad fue una gran sensación de libertad y el despertar de un ser que no se sentía particularmente incómodo en ningún sitio, y de la mano de esa ciudadana del mundo que me ocupaba, descubrí un mundo desconocido que ahora también me pertenece. Por esos días mi peor pesadilla la tuve una noche que soñé que no podía salir de Colombia y desperté agradecida sabiendo que dormía en una primavera que ya no era eterna.

Los fríjoles me vinieron a hacer falta mucho después de cinco meses de desnutrición y fueron bien reemplazados con una tortilla española y un asado de carne argentina, la arepa se convirtió más bien en un motivo de celebración cuando alguna vez podía disfrutar de lo que a estas alturas se había convertido en un manjar para un cuerpo acostumbrado a estas proteínas.

De Medellín extrañaba otras cosas, cosas pequeñas, el sabor del agua, el jugo de maracuyá, el contacto visual, el roce de una piel desconocida, cosas que también se fueron reemplazando, por la permanencia de la piel de los conocidos, la llegada al lugar donde todos te miran a los ojos y así sabes que es tu casa, la sopa tailandesa, la comida turka.

Pero un día que caminaba por el parque, de lejos me llegó una canción de Carlos Vives que retumbó en todas partes de mi cuerpo, de repente calentó mis venas y me recordó que por ellas corría una sangre roja y adicta a la vida, al final me encontré llorando con un corazón de tambor en taquicardia, un temblor tropical en mis manos, y un rubor primaveral en las mejillas. Ese día me di cuenta de que con el tiempo Medellín se había convertido en una herida, algo incurable excepto por la vía de la nostalgia, en un amor sin esperanza, irremediable y tormentoso. Medellín es un amante que de día tiene la piel dorada de verde y naranja y de noche su cabello se oscurece de un negro profundo con piel blanca y transparente. A Medellín no queda más remedio que adorarla con un ardor en el corazón que quema en el alma.

Es peligroso venir a quedarse por unos días porque esta ciudad es muy capaz de atraparte, los hay de muchas partes que han sido incapaces de irse de aquí y cuando por momentos han tenido que alejarse lo han hecho con lágrimas en los ojos y el juramento de volver en los labios, e increíblemente han vuelto, se han dejado bienestar, seguridad y esposas para venir sin dudas a la tierra del olvido, donde reina el caos, y la vida y la muerte bailan todas las noches un tango y una salsa. Hay quien dice que en la madrugada barren toda la ciudad, no para sacarle la mugre sino para levantar una bruma de “quereme” que enamora a todos los durmientes y vampiros que se dejan contener por esta ciudad que se ríe a carcajadas.

Eso dicen las malas lenguas pero la verdad aunque no menos mágica es mucho más simple y por ello más difícil de entender: Medellín te obliga a sentirte vivo… y si no es en la felicidad entonces será en la tragedia, te mantiene conciente de ese lugar de ti mismo que no conoces sino es porque te duele, es una ciudad tan primitiva que te devuelve al mito, la guerra aquí es entre dios y el diablo, entre la vida y la muerte y en la mitad nosotros, que pasamos del amor al odio tan fácil como de la risa al llanto, en una montaña rusa que nos pregunta por nosotros mismos todo el tiempo y nos mantiene despiertos en esta cosa que se llama vida.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No quería que terminara tu escrito, es de esas compañías que necesitas sentir,pues el amor y continuo reproche por esta ciudad que nos ha intentado barrer a todos los que no cargamos un arma, que ha querido sacarnos de taquito de la casa, que nunca en mi caso ha sido hogar, es creo un buen compendio de las cargas que hacen pulsar este habitad en el que sabemos andar, a los trancazos pero sabemos andar.

Tan de auí cuando escribo así.

Claudia Robayo

Anónimo dijo...

hola ana lucia..me gusto como escribes muy intimo muy calido..

saludos

Anónimo dijo...

Ana! Por las letras!

Pasan algunas semanas sin recibir nuevas PROFANDADES...

¿Es por romper lo continuo de tu parte, o soy culpable de ser expulsado de la lista de envíos por mi acomentareidad y silencio?

No te comento porque te leo... y gusto tanto de hacerlo!

Te mando recuerdos por el aire...

Y te cambio los comentarios jamás escritos ni recibidos por nuevas lecturas... podes mirar semanalmente en la sección Bogotá de El Espectador... no serán profanas las frases... pero sí escritas con aguja e hilo...

Chau Chau! Gracias!

Johann