domingo, 8 de junio de 2014

La cura

Una amiga, twittera famosa –eso digo yo que de Twitter sé poco–  o por lo menos afortunada, acaba de entrar en una nueva categoría de lo que se podría llamar “twitteras pudientes” cuando hace pocos días tuvo un intercambio de twitts con el mismísimo Ministro de Salud. Ella se pregunta qué es lo que ha hecho el mismísimo por la salud de los colombianos, el señor le respondió y al final de un par de mensajes de ida vuelta, él quiso zanjar la situación, digo yo, diciéndole que le podía ayudar con “su caso”. No sé en qué paró la cosa, este país, con sus Zuluagas y sus Nairos, ha ocupado el resto de tiempo libre que me queda después de intentar salvar mi propio mundo cada día. La cosa es que a mí la anécdota me indignó con el Ministro porque me parece que lo que queda en el aire es que uno tiene que tener Twitter, además de suficientes “seguidores”, que le permitan ser lo bastante importante en ese mundo irreal que son las redes, para poder que le paren bolas aquí en el mundo real. Así que tengo que confesar que me hubiera jodido menos que el Ministro se quedara en silencio, menos mal habrá algún funcionario público que se solidarice con Alejandro Gaviria, porque claro, a él le valdrá tres huevos mi indignación, problemas más grandes tiene para lidiar con ellos y eso lo puedo entender.

Y lo puedo entender porque sé que hay algo mucho más malvado en ese sistema que nos hemos inventado para privatizar el bien común que antaño era la medicina y que en términos prácticos significaba la posibilidad de curarse de una enfermedad. En ese volverlo un negocio hemos perdido mucho más de lo que hemos ganado. Yo quiero hablar aquí de lo que para mí ha sido la peor pérdida de todas.

Le sobran argumentos a la medicina occidental –la dueña del negocio a través de las farmacéuticas– para proscribir la medicina tradicional y alternativa, pero su argumento más poderoso, con el que pretende zanjar el asunto como el señor Ministro, es que esa otra medicina no cura, como si la occidental sí lo hiciera, o lo hiciera aunque fuera un poco mejor. Pero la verdad es que no, que lo hace peor que todas las demás, y no hablo de la negligencia de la que quiere hablar mi amiga en Twitter.

Después de tres años padeciendo una enfermedad crónica, hace unos días me encontré por fin con lo que vengo temiendo hace la mitad de esos años: un doctor que viene y me receta Roacután. 

Para los que no sepan, este medicamento se hizo conocido en Colombia porque es el antagonista más taimado de la tragedia que escribiera hace poco más de un año Piedad Bonnett, sobre hechos reales ocurridos a su hijo Daniel en el cual especula que el Roacután, un medicamento para curar el acné, ayudó a disparar la enfermedad mental que lo llevó al suicidio. Por supuesto nada está comprobado. Después de leer el libro, googleé al Roacután, en ese momento –lo recuerdo muy bien–, además de una columna donde Piedad Bonnett habla directamente de la droga y algunas referencias a su libro, encontré varios blogs y foros donde la gente contaba experiencias parecidas de contraindicaciones y efectos secundarios que provocaba el medicamento y que iban desde una resequedad completa y crónica de todas las mucosas, con efectos devastadores en el cuerpo y la calidad de vida, hasta síntomas de depresión severa e intentos de suicidio. Toda una historia de terror. 

Hace una semana, en la última estación de mi periplo –lo llamo así por pretenciosa, ha sido más bien una búsqueda desordenada– por encontrar un remedio, fui donde un médico general muy recomendado por una amiga, para consultarlo por otra cosa mucho menos preocupante, pero al ver su experticia y amabilidad decidí hablarle de mi acné fuera de tiempo. Él, con mucha claridad, me expuso varias razones por las que se podía dar este problema, me explicó asociaciones que se podían hacer y al final me dijo que me iba a mandar un medicamento que era completamente efectivo y me recetó Roacután en una dosis muy baja porque mi problema no parecía tan grave. Me habló de las maravillas del medicamento pero me advirtió que era un poco tóxico por lo que no debería quedar embarazada mientras lo consumiera, ya que el “producto” podía sufrir daños. 

Yo esperé todo el tiempo que me hablara de las demás contraindicaciones, me quedé mirándolo y esperando que me dijera algo sobre la depresión, o por lo menos de la resequedad, pero no. Eso sí, muy amablemente me pidió que le firmara la historia clínica donde decía que yo había recibido “toda la información” necesaria sobre el medicamento. 

Después de tres años preguntándome cómo es posible que el hombre haya sido capaz de llegar a la Luna, inventarse el televisor, seguir siendo capaz de esas cosas y de otras aún más difíciles como hacer de la venganza una política pública, no puedo comprender cómo no es capaz de encontrar algo  efectivo para contrarrestar un problema de acné, y no puedo evitar pensar que tiene que ver con la rentabilidad del negocio (la caja de Roacután vale $200.000). Además, si el Ministro parece no poder hacer mucho con la negligencia ramplona de las prestadoras de salud, qué podemos esperar que haga con la ética de un médico que prescribe, así como así, algo que puede afectar sin vuelta atrás la vida de una persona. Sobre todo cuando en internet ya hay que rebuscar mucho para encontrar algún blog que hable del padecimiento de la resequedad, porque de la depresión solo queda la columna de Piedad. En cambio, de primero está un video de un programa casero de Youtube de una española que dedica más de veinte minutos a hablar de lo fantástico que es el Roacután, y la gente a preguntarle cómo se puede conseguir. 

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